—Dime lo que quieres como recompensa —dijo el rey, abrazando y besando a su hija—. Te daré lo que pidas, si está en mi mano el concedértelo.
Jorge dijo que como recompensa deseaba desposarse con la joven más bella del reino, la princesa Sabra.
Y el rey aceptó viendo el valor del joven Jorge y la complacencia de su hija Sabra. Entonces Jorge sacó su larga espada. Sosteniéndola entre ambas manos, la hizo girar una y otra vez sobre su cabeza, recorrió con ella el escamoso pecho del dragón y la hundió entre dos escamas. La tierra tembló cuando el dragón, bramando y rugiendo, cayó de espaldas dando manotazos en el aire.
Avanzando con coraje, Jorge levantó su espadón y lo dejó caer con todas sus fuerzas sobre la cabeza del monstruo.
Cuando las gentes vieron que el dragón había muerto, se pusieron a aplaudir y dar vítores.... El caballero montó sobre su caballo y se lanzó a galope hacia el dragón.
Entonces Jorge cogió su hacha de combate con ambas manos, la giró sobre su cabeza, y le asestó un golpe donde creyó que estaba el corazón. Pero el monstruo no tenía corazón, y el hacha quedó hecha añicos. Con un golpe de su inmensa cola, el dragón lo tiró al suelo. En aquel momento, un caballero vestido con una armadura detuvo su caballo junto al lago para darle de beber. Se llamaba Jorge, y era el hombre más valiente del reino. Al mirar en dirección a la ciudad vio al dragón junto a la princesa, proyectando con sus alas una inmensa sombra sobre la joven. Tenía el cuello arqueado y la boca abierta de par en par. El calor de su fétido aliento había chamuscado el dobladillo del vestido blanco de la princesa y las puntas de su dorada cabellera. La bella princesa Sabra fue conducida a través de las ruinosas puertas de la ciudad y, justo a las afueras de la misma, la ataron a un poste de madera.
El dragón levantó la cabeza, que tenía apoyada sobre sus patas, y salió arrastrándose del lodo. Extendió sus alas y se lanzó, medio corriendo, medio volando, hacia donde estaba la princesa.