Al cabo de unos años, Suiza se libró del yugo extranjero y sus gentes recobraron la paz. Y todavía hoy se recuerda la gran hazaña del legendario Guillermo Tell. Luego, a través de la niebla, trepó por la ladera de la montaña hacia su casa, donde le esperaba su hijo. Guillermo tomó la ballesta de un soldado, saltó sobre la proa, se agarró a las ramas de un árbol y alcanzó tierra firme. Los soldados extranjeros fueron engullidos por el lago.
En la orilla opuesta se hallaba Gessler, observando horrorizado el trágico fin de sus mejores soldados. Hincando una rodilla en tierra, Guillermo apuntó la ballesta y disparó… clavando la flecha en el corazón de Gessler. - ¡Sólo Guillermo Tell es capaz de dominar un barco con este temporal! —exclamó el capitán, mientras los demás gritaban: “ ¡Que nos salve Tell! ¡Que se haga cargo del barco!”
Guillermo fue desatado y empuñó la caña del timón, haciendo girar la proa del barco en aquel torbellino de lluvia y espuma. Apenas si conseguía las rocas de la orilla que rasgaban el agua como afilados dientes.
Giró el timón y una ola gigantesca levantó el barco y lo dejó caer sobre las rocas. ¡La quilla se partió en dos! Los soldados ataron a Guillermo y lo condujeron hasta el transbordador, rumbo a la siniestra fortaleza.
- ¡Vete a casa, hijo! —gritó Tell—. ¡Vete a casa y espérame!
Cuando la embarcación alcanzo la parte más profunda del lago, se levantó un fuerte viento. El lago era una masa de olas gigantescas. La embarcación cabeceaba y se balanceaba. Los soldados estaban aterrados.