Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.
Y el que piense que miento, que se caiga de su asiento. Angelito y Lindaflor juntaron sus labios y se besaron hasta notar que les faltaba aire.
Al día siguiente, se casaron en la capilla del palacio, y desde entonces vivieron la mar de felices. Lindaflor, pues, mordió la ciruela. Y ¿sabéis qué sucedió? Pues que en cuanto le hincó el diente, la princesa disminuyó un palmo, lo mismo que si le hubieran quitado de golpe unos zapatos de tacón.
- ¡Oh, Angelito! –exclamó Lindaflor-. Ahora tenéis la estatura perfecta. ¡Mañana mismo le diremos al cura de palacio que nos case en la capilla! ¡Será una boda preciosa, no tengáis duda! ¡Y ahora venid aquí, que me muero de ganas de besaros…! -Hummm, ¡qué ciruela más apetitosa! –dijo- ¡En nuestro reino no se crían frutas así…! ¿Verdad que me dejaréis darle un mordisquito?
-Por supuesto, princesa. Lindaflor, ¿me querrías por esposo?
Lindaflor respondió con decisión:
- Sois demasiado bajo, caballero Angelito. A mí siempre me han gustado los muchachotes altos…
Angelito no se inmutó. ¡Con deciros que no movió ni una pestaña…! Por tercera vez aquel día, se dijo: “A veces lo más sencillo es buscar en el bolsillo”, y lo que encontró fue esta vez en su capa fue una ciruela madura. Lindaflor, que no había cenado, la miró con ojos golosos.