En esta ciudad, me recibió una multitud inmensa: todos querían ver cómo hacía correr al lobo enganchado a mi trineo. Me recibieron con tales manifestaciones de júbilo que el zar en persona sintió una gran envidia ante mi destreza. “ ¿Qué hacer? Podría haber matado al lobo, pero tampoco habría podido salvar al caballo, me habría quedado solo en el bosque, en mi trineo, entre un caballo muerto y un lobo famélico. Por suerte, se me ocurrió una idea. Agarré la fusta y comencé a fustigar al lobo, hasta tal punto que llegué a arrancarle jirones de piel. Tal como había supuesto, el lobo acabó de comerse al caballo con la mayor prisa posible y se echó a correr para escapar a los golpes de mi fusta. Pero yo no le daba tregua. El lobo... “El pobre animal relinchaba de dolor y espanto, y corría con todas sus fuerzas, pero no lograba sacarse al lobo de encima. Muy pronto, el lobo acabó de comerle el lomo y siguió después con su barriga en su afán de devorarlo. “De pronto, apareció un lobo que salió del bosque y se me tiró encima. No tuve tiempo siquiera de echar mano a la pistola. El lobo se lanzó sobre la grupa del caballo y comenzó a comérselo, bocado a bocado. “Sin embargo, el tiempo se descompuso de nuevo. La nieve volvió a caer y cubrió todas las cosas. Decidí seguir la costumbre rusa, así que me compré un trineo, enganché el caballo a ese vehículo y emprendí camino hacia San Petersburgo. Sólo me daba miedo pensar en que, durante el trayecto, pudiesen atacarme los lobos. En Rusia, en efecto, los lobos son tan numerosos como los pájaros entre nosotros.