-No me habías dicho qué es lo que querías pescar esta noche, hermano conejo -se rió la tortuga.
- ¿No te lo había dicho? -contestó el conejo-. Bien, pensé que podía pescar un tonto o dos. Puse el cebo de la Luna... ¡y menudo éxito he tenido! El conejo sonrió. "Esto sí que está bien; así la vida es más divertida", pensó. Al instante se acercó a la orilla y ayudó a los empapados animales a salir del lago, uno tras otro. Tanta amabilidad les confundió. Le miraron con desconfianza y por fin comprendieron que les había tomado el pelo. Escupieron, resoplaron, chapotearon y aullaron. El conejo se reía tanto que salió rodando de detrás de los arbustos. Y la tortuga escondió su cabeza dentro de la concha para que nadie viera su risa burlona.
Cuando llegaron a la orilla, el oso, el zorro y el lobo seguían discutiendo y peleándose:
- ¡Tú me empujaste!
- ¡Tendrías que haberla soltado!
- ¿De quién fue la idea?
... No la tiramos suficientemente lejos -dijo el zorro-. Si nos metemos todos en el agua, seremos capaces de echar la red por encima de la Luna.
Lo intentaron de esta manera, mientras el lobo se quejaba del frío.
- ¡Esta vez ya la tenemos!
Pero, de nuevo, no había ninguna luna en la red.
En aquel momento, el lobo resbaló y se hundió en las profundidades del agua, arrastrando consigo la red. El zorro y el oso, que también la sujetaban, se hundieron tras él.
... El zorro y el lobo miraron ansiosos, mientras el oso corrió a por la Luna. Al principio pensaron que iba a ser capaz de sujetarla con su zarpa. Pero cuando cayó con toda su tripa en el agua, la Luna pareció hundirse más hondo en el lago.
-Esto no funciona -dijo-. Tendré que usar la red.
Como no querían mojarse las patas, permanecieron en la orilla y tiraron la red sobre la centelleante Luna y luego la remolcaron hasta la ribera.