Por fin la vieja corneja y el matorral se sentían satisfechos. Ahora, y para siempre, el árbol tendría un motivo para sentirse útil, razón por la cual nunca más volvería a quejarse. Y así fue. —Puede que esté así ahora —replicó el árbol—, pero la madreselva confía en que yo la protegeré hasta la primavera. Entonces crecerá todavía más grande y fuerte que el año pasado. Se hará tan grande que me cubrirá por completo. ¿Y qué decir del aroma, corneja? ¿Te imaginas lo hermosa que será? La vieja corneja se acercó volando al árbol y le preguntó qué aliciente tenía para vivir.
—No puedo entretenerme hablando, corneja. Estoy protegiendo del viento a la madreselva.
—Pero si estamos en invierno y está toda marrón y marchita. A partir de aquel día el árbol no volvió a quejarse jamás. Ni una sola vez.
Ya en invierno, se presentó la vieja corneja y le dijo al matorral:
—Hace días que no oigo quejarse al árbol. Debe haberse hecho un propósito en la vida. ¿Cúal es?
—Eso pregúntaselo a él —contestó el matorral.
El arbol del matorral Le costó, pero el árbol estuvo todo un año sin quejarse una sola vez.
Ni siquiera cuando apareció la sequía en verano. Ni cuando estuvo lloviendo durante todo el mes de octubre. Ni cuando soplaron los fuertes vientos invernales.
Un día, a la primavera siguiente, la madreselva echó un pequeño retoño.
A medida que crecía iba rodeando el tronco del árbol y extendiéndose sobre sus ramas. Sus verdes hojas dieron relevancia, en mayo, a las flores blancas del manzano. Cuando el viento de junio...