Pero era necesario que esas mentes fueran iluminadas por las verdades del Evangelio, y para ello había que entrar en contacto directo con ellas. Con un gesto valiente que le ganó la admiración de los rudos guerreros, llegó hasta Comagén, ya en mano de los enemigos; su concreta caridad para con los necesitados le conquistó definitivamente el corazón sencillo de los “bárbaros”, comenzando por el de los jefes. Gibuldo, rey de los alamanos, le tenía “suma reverencia y afecto”, como dice su biógrafo Eugipo, y lo escuchaba con respeto, dócil como un hijo; Flaciteo, rey de los rugos, “lo consultaba en las empresas peligrosas como a un oráculo celestial”.