El crecimiento urbano
El crecimiento de la producción agrícola generó los excedentes suficientes para alimentar a una población que, desde la llegada de los musulmanes en el año 711, se fue reuniendo en núcleos cada vez más grandes. Córdoba llegó a tener 100.000 habitantes; Sevilla, unos 50.000; Toledo, unos 35.000; y Zaragoza, en torno a 20.000 habitantes.
Otras ciudades nacieron por impulso de los emires y califas. Unas por razones estratégicas: Calatayud, que aseguraba la vía de comunicación entre los valles del Guadalquivir y el Ebro; Tudela, creada para contrarrestar la actividad de un jefe muladí independiente en el valle medio del Ebro; o Almería, nacida para fondeadero de la escuadra califal. Otros núcleos, como Lérida y Badajoz, en las vegas del Segre y el Guadiana, se sirvieron de su excelente emplazamiento para beneficiarse de la riqueza agrícola del entorno.
La administración municipal
Las dimensiones y riqueza de las ciudades andalusíes contrastaban con la ausencia de organización municipal, a diferencia de la ciudad medieval cristiana, basada en fueros y privilegios concretos. Como resultado, el poder de emires y califas no se vio contrarrestado por ningún privilegio particular de las ciudades. Lo único que interesaba a la aristocracia urbana era conservar el orden público y garantizar las transacciones, por lo que solo existieron funcionarios especializados en esos cometidos.
A falta de una administración municipal, eran habituales las usurpaciones individuales sobre espacios comunes, es decir, la gente vivía donde quería y podía, y de la misma forma construía su casa. Esto afectó al paisaje urbano, que se convirtió en un laberinto de casas apiñadas en calles tortuosas y angostas, interrumpidas por muros, pasadizos y puertas que facilitaban su cierre nocturno y, en definitiva, su aislamiento.
El crecimiento de la producción agrícola generó los excedentes suficientes para alimentar a una población que, desde la llegada de los musulmanes en el año 711, se fue reuniendo en núcleos cada vez más grandes. Córdoba llegó a tener 100.000 habitantes; Sevilla, unos 50.000; Toledo, unos 35.000; y Zaragoza, en torno a 20.000 habitantes.
Otras ciudades nacieron por impulso de los emires y califas. Unas por razones estratégicas: Calatayud, que aseguraba la vía de comunicación entre los valles del Guadalquivir y el Ebro; Tudela, creada para contrarrestar la actividad de un jefe muladí independiente en el valle medio del Ebro; o Almería, nacida para fondeadero de la escuadra califal. Otros núcleos, como Lérida y Badajoz, en las vegas del Segre y el Guadiana, se sirvieron de su excelente emplazamiento para beneficiarse de la riqueza agrícola del entorno.
La administración municipal
Las dimensiones y riqueza de las ciudades andalusíes contrastaban con la ausencia de organización municipal, a diferencia de la ciudad medieval cristiana, basada en fueros y privilegios concretos. Como resultado, el poder de emires y califas no se vio contrarrestado por ningún privilegio particular de las ciudades. Lo único que interesaba a la aristocracia urbana era conservar el orden público y garantizar las transacciones, por lo que solo existieron funcionarios especializados en esos cometidos.
A falta de una administración municipal, eran habituales las usurpaciones individuales sobre espacios comunes, es decir, la gente vivía donde quería y podía, y de la misma forma construía su casa. Esto afectó al paisaje urbano, que se convirtió en un laberinto de casas apiñadas en calles tortuosas y angostas, interrumpidas por muros, pasadizos y puertas que facilitaban su cierre nocturno y, en definitiva, su aislamiento.