En 1833 murió Fernando VII y le sucedió su hija Isabel, con solo dos años de edad. Ante la minoría de edad de la reina, actuó como regente su madre María Cristina.
En un principio, María Cristina intentó conservar las prerrogativas del poder absoluto frente al liberalismo. Sin embargo, la necesidad de obtener el apoyo de los liberales para defender los derechos sucesorios de Isabel II frente a su tío don Carlos, la obligó a una apertura política, con lo que poco a poco se abrió paso el sistema político liberal.
Se promovieron así acuerdos con los grupos más moderados del liberalismo para introducir reformas que no cuestionaran los fundamentos del absolutismo. Fruto de esta colaboración fue el Estatuto Real de 1834 elaborado en el gobierno de Martínez de la Rosa, en el que se negaba a las Cortes la iniciativa legisladora y se consideraba su convocatoria como una gracia real. Las prometidas reformas no llegaron a realizarse. Se sucedieron las revueltas ciudadanas desde el verano de 1835 y, finalmente, tras el motín de La Granja (1836) se aceleró la ruptura entre absolutistas y liberales.
En este contexto nació la Constitución de 1837, de espíritu liberal reformador, que desmantelaba definitivamente la estructura socioeconómica del Antiguo Régimen con la supresión de los señoríos y el diezmo, y la desamortización de las propiedades de la Iglesia (desamortización de Mendizábal); pero que evitaba las propuestas del liberalismo más radical haciendo compartir la iniciativa legislativa a las Cortes y a la Corona. En consecuencia, la Corona obtuvo más poder que en la Constitución de 1812 y el derecho al voto quedó muy restringido.
En un principio, María Cristina intentó conservar las prerrogativas del poder absoluto frente al liberalismo. Sin embargo, la necesidad de obtener el apoyo de los liberales para defender los derechos sucesorios de Isabel II frente a su tío don Carlos, la obligó a una apertura política, con lo que poco a poco se abrió paso el sistema político liberal.
Se promovieron así acuerdos con los grupos más moderados del liberalismo para introducir reformas que no cuestionaran los fundamentos del absolutismo. Fruto de esta colaboración fue el Estatuto Real de 1834 elaborado en el gobierno de Martínez de la Rosa, en el que se negaba a las Cortes la iniciativa legisladora y se consideraba su convocatoria como una gracia real. Las prometidas reformas no llegaron a realizarse. Se sucedieron las revueltas ciudadanas desde el verano de 1835 y, finalmente, tras el motín de La Granja (1836) se aceleró la ruptura entre absolutistas y liberales.
En este contexto nació la Constitución de 1837, de espíritu liberal reformador, que desmantelaba definitivamente la estructura socioeconómica del Antiguo Régimen con la supresión de los señoríos y el diezmo, y la desamortización de las propiedades de la Iglesia (desamortización de Mendizábal); pero que evitaba las propuestas del liberalismo más radical haciendo compartir la iniciativa legislativa a las Cortes y a la Corona. En consecuencia, la Corona obtuvo más poder que en la Constitución de 1812 y el derecho al voto quedó muy restringido.