El escarabajo del cuento que escribió Hans Christian Andersen, autor y poeta danés, que destacó especialmente por sus cuentos, era muy parecido a este que se puede ver en la foto.
Como ya estoy preparándome para cuando sea abuela, estoy recordando los cuentos que a mí me gustaban cuando era pequeña, para cuando llegue el momento adecuado, ir contándoselos y leyéndoselos a mi futuro nieto. Este se titula: EL ESCARABAJO.
Al caballo del Emperador le pusieron herraduras de oro, una en cada pata.
¿Por qué le pusieron herraduras de oro?
Era un animal hermosísimo, tenía esbeltas patas, ojos inteligentes y una crin que le colgaba como un velo de seda a uno y otro lado del cuello. Había llevado a su señor entre nubes de pólvora y bajo una lluvia de balas; había oído cantar y silbar los proyectiles. Había mordido, pateado, peleado al arremeter el enemigo. Con su Emperador a cuestas, había pasado de un salto por encima del caballo de su adversario caído, había salvado la corona de oro de su soberano y también su vida, más valiosa aún que la corona. Por todo eso le pusieron al caballo del Emperador herraduras de oro, una en cada pie.
Y el escarabajo se adelantó:
-Primero los grandes, después los pequeños -dijo-, aunque no es el tamaño lo que importa.
Y alargó sus delgadas patas.
- ¿Qué quieres? -le preguntó el herrador.
-Herraduras de oro -respondió el escarabajo.
- ¡No estás bien de la cabeza! -replicó el otro-. ¿También tú pretendes llevar herraduras de oro?
- ¡Pues sí, señor! -insistió, terco, el escarabajo-. ¿Acaso no valgo tanto como ese gran animal que ha de ser siempre servido, almohazado, atendido, y que recibe un buen pienso y buena agua? ¿No formo yo parte de la cuadra del Emperador?
- ¿Es que no sabes por qué le ponen herraduras de oro al caballo? -preguntó el herrador.
- ¿Que si lo sé? Lo que yo sé es que esto es un desprecio que se me hace -observó el escarabajo-, es una ofensa; abandono el servicio y me marcho a correr mundo.
- ¡Feliz viaje! -se rió el herrador.
- ¡Mal educado! -gritó el escarabajo, y, saliendo por la puerta de la cuadra, con unos aleteos se plantó en un bonito jardín que olía a rosas y espliego...
Como ya estoy preparándome para cuando sea abuela, estoy recordando los cuentos que a mí me gustaban cuando era pequeña, para cuando llegue el momento adecuado, ir contándoselos y leyéndoselos a mi futuro nieto. Este se titula: EL ESCARABAJO.
Al caballo del Emperador le pusieron herraduras de oro, una en cada pata.
¿Por qué le pusieron herraduras de oro?
Era un animal hermosísimo, tenía esbeltas patas, ojos inteligentes y una crin que le colgaba como un velo de seda a uno y otro lado del cuello. Había llevado a su señor entre nubes de pólvora y bajo una lluvia de balas; había oído cantar y silbar los proyectiles. Había mordido, pateado, peleado al arremeter el enemigo. Con su Emperador a cuestas, había pasado de un salto por encima del caballo de su adversario caído, había salvado la corona de oro de su soberano y también su vida, más valiosa aún que la corona. Por todo eso le pusieron al caballo del Emperador herraduras de oro, una en cada pie.
Y el escarabajo se adelantó:
-Primero los grandes, después los pequeños -dijo-, aunque no es el tamaño lo que importa.
Y alargó sus delgadas patas.
- ¿Qué quieres? -le preguntó el herrador.
-Herraduras de oro -respondió el escarabajo.
- ¡No estás bien de la cabeza! -replicó el otro-. ¿También tú pretendes llevar herraduras de oro?
- ¡Pues sí, señor! -insistió, terco, el escarabajo-. ¿Acaso no valgo tanto como ese gran animal que ha de ser siempre servido, almohazado, atendido, y que recibe un buen pienso y buena agua? ¿No formo yo parte de la cuadra del Emperador?
- ¿Es que no sabes por qué le ponen herraduras de oro al caballo? -preguntó el herrador.
- ¿Que si lo sé? Lo que yo sé es que esto es un desprecio que se me hace -observó el escarabajo-, es una ofensa; abandono el servicio y me marcho a correr mundo.
- ¡Feliz viaje! -se rió el herrador.
- ¡Mal educado! -gritó el escarabajo, y, saliendo por la puerta de la cuadra, con unos aleteos se plantó en un bonito jardín que olía a rosas y espliego...