PRISCA
Don Victoriano Dosombúes tenía una granja con todo lo que de costumbre hay en una
granja: cerdos que hacían "honk... honk... honk..." como bocinas antiguas, patos
comiquísimos con su andar patuno, gallinas seguidas por largas filas de yemitas,
gansos, gatos, perros, cabras, caballos y vacas.
Pero lo más admirable de la granja era una ternera blanca, de grandes ojos soñadores, llamada Prisca.
Mientras Prisca se alimentó de las ubres de su madre, ningún problema pero cuando creció, las cosas cambiaron.
Un día, Timoteo llamó a su padre con urgencia: la Prisca no quería comer.
Estaba allí, parada, mirando al cielo.
Con la cabeza y la cola seguía el ritmo de las nubes.
Parecía en otro mundo, como si nada existiera a su alrededor, mientras sus
compañeras, la boca pegada al suelo, no paraban de rumiar hasta la noche.
__ ¡Por Santa Basilisa! - exclamó alarmado el buen hombre - ¿qué le pasa a esta vaca?
Y sin más, corrió al pueblo para consultar a don Pato Asnobello el mejor veterinario de la aldea.
Después de explicarle lo ocurrido, preguntó si era muy grave.
__Vea mi amigo, yo no me preocuparía mucho, si bien no es un caso frecuente, son ataques de "cielitis aguda" que aparecen por allá, a las cansadas – le explicó don Pato-
es cuestión de tiempo y paciencia, dele este jarabe de almizcleña con diez gotas de
zarzaparrilla, una cucharada sopera a la mañana y otra al atardecer, en pocos días el
problema estará solucionado.
Esa misma tarde don Victoriano comenzó el tratamiento pero al cabo de varias
semanas la situación no había mejorado.
Quieta o en movimiento la cabeza de Prisca miraba al cielo con ojos embelesados.
A pesar de los tres litros y medio de jarabe que tragó, no hubo ni pizca de cambio.
Timoteo intentó diferentes recursos para que se alimentara:
Ponía montoncitos de pasto tierno junto a las patas.
La llevaba al campo de pastoreo con un grupo comilón.
O la dejaba tranquila, para ver si se decidía y tomaba la iniciativa.
Todo en vano.
Don Victoriano Dosombúes tenía una granja con todo lo que de costumbre hay en una
granja: cerdos que hacían "honk... honk... honk..." como bocinas antiguas, patos
comiquísimos con su andar patuno, gallinas seguidas por largas filas de yemitas,
gansos, gatos, perros, cabras, caballos y vacas.
Pero lo más admirable de la granja era una ternera blanca, de grandes ojos soñadores, llamada Prisca.
Mientras Prisca se alimentó de las ubres de su madre, ningún problema pero cuando creció, las cosas cambiaron.
Un día, Timoteo llamó a su padre con urgencia: la Prisca no quería comer.
Estaba allí, parada, mirando al cielo.
Con la cabeza y la cola seguía el ritmo de las nubes.
Parecía en otro mundo, como si nada existiera a su alrededor, mientras sus
compañeras, la boca pegada al suelo, no paraban de rumiar hasta la noche.
__ ¡Por Santa Basilisa! - exclamó alarmado el buen hombre - ¿qué le pasa a esta vaca?
Y sin más, corrió al pueblo para consultar a don Pato Asnobello el mejor veterinario de la aldea.
Después de explicarle lo ocurrido, preguntó si era muy grave.
__Vea mi amigo, yo no me preocuparía mucho, si bien no es un caso frecuente, son ataques de "cielitis aguda" que aparecen por allá, a las cansadas – le explicó don Pato-
es cuestión de tiempo y paciencia, dele este jarabe de almizcleña con diez gotas de
zarzaparrilla, una cucharada sopera a la mañana y otra al atardecer, en pocos días el
problema estará solucionado.
Esa misma tarde don Victoriano comenzó el tratamiento pero al cabo de varias
semanas la situación no había mejorado.
Quieta o en movimiento la cabeza de Prisca miraba al cielo con ojos embelesados.
A pesar de los tres litros y medio de jarabe que tragó, no hubo ni pizca de cambio.
Timoteo intentó diferentes recursos para que se alimentara:
Ponía montoncitos de pasto tierno junto a las patas.
La llevaba al campo de pastoreo con un grupo comilón.
O la dejaba tranquila, para ver si se decidía y tomaba la iniciativa.
Todo en vano.