El rey indiferente
Zunilda Borsani
1
Otorrinco era un príncipe que siempre sentía deseos de dormir y comer todo lo que cupiera en su gordota panza. Sus padres siempre le hablaban y aconsejaban sobre el reino, al que un día tendría que llegar y por lo tanto debía cuidar su figura y su aprendizaje. Para Otorrinco esas frases eran tediosas y reiterativas, nada hacía cambiar su conducta y tampoco le interesaba llegar a ser rey.
Cuando su maestro se acercaba a impartirle las lecciones diarias, él lo destrataba y se reía del pobre maestro.
- Por favor, su Señoría, el rey me matará si usted no aprende.
- Deja que te mate y habrás muerto por una causa justa.
- No diga eso, Señoría, debe aprender a cuidar de las riquezas del reino.
- No me importa el reino, tampoco el pueblo y mucho menos tú, servil maestro.
El maestro cerró los libros y algunas lágrimas cayeron de sus ojos. Otorrinco observó aquella escena y se acercó al maestro, lo tomó del brazo y lo sacudió diciéndole en tono cruel y burlón:
- Cuando yo sea rey, si es que lo soy, tú serás despedido, insoportable maestro.
El maestro bajó la cabeza, reverenció a su majestad y retiró sin decir palabra alguna.
La reina Ana, su madre estaba muy preocupada por la conducta de Otorrinco, pero qué podía hacer. Ella nunca gozaba de tiempo necesario para atenderlo, siempre estaba ocupada con las tareas del palacio, papeleos, fundaciones, reuniones y todo lo concerniente a las relaciones públicas del reino. Su marido, el rey Osvaldo, sólo estaba dispuesto a salir de cacería, asistir y realizar suntuosas fiestas, con embajadores y diplomáticos, por lo tanto Otorrinco, siempre debía permanecer con sus empleados, el asistente principal, Ramonciño, el ama de llaves Alicia y todos los demás custodias y guardaespaldas del príncipe.
¿Cómo podía Otorrinco sentir amor por alguien? Eso era imposible, se había convertido en un ser apático y despiadado.
Llegaba la primavera en el reino y sus padres habían organizado una fiesta especial con jóvenes de su edad, invitaron a todos los jovencitos que vivían cerca del palacio, había regalos, golosinas, exquisitos manjares y muchas otras cosas. Otorrinco se las ingenió para arruinar aquel bonito festival y desalojar a todos esos andrajosos y sucios niños de la calle, como él solía llamarlos, sólo había reparado en una chica de ojos azules y cabellos negros que lo observó con una sonrisa, pero de todos modos nada le importó, continuó con su plan y no tuvo piedad con nadie.
- Esta fiesta acabó – dijo el padre y suspendió todo muy disgustado con su heredero. De inmediato lo llamó a su despacho y quiso hacerlo reflexionar sobre lo ocurrido.
- ¿Qué pasa, padre, acaso hice algo malo?
- Siempre lo haces Oto, siempre te perdono, pero esta vez serás castigado muy duramente, lo que has hecho es imperdonable.
- Pero padre.
- Sin peros, si sigues así, nunca serás rey.
- ¿Acaso yo tengo la culpa de que los niños de la calle, estén sucios y harapientos? En todo caso tú debes ser el responsable de ellos.
- ¡Cállate! ¡Vete a tu habitación y no salgas de allí por unos cuantos días!
Otorrinco no sabía leer, ni escribir, todo era un juego, colmar sus deseos y buscar algún pasatiempo que consistiera en molestar a alguien. Ramonciño, debía encargarse de alimentar y cuidar del príncipe, mientras estuviera castigado. Golpeó la puerta y entró, al entrar, Otorrinco hincó una flecha en su pierna izquierda.
Zunilda Borsani
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Otorrinco era un príncipe que siempre sentía deseos de dormir y comer todo lo que cupiera en su gordota panza. Sus padres siempre le hablaban y aconsejaban sobre el reino, al que un día tendría que llegar y por lo tanto debía cuidar su figura y su aprendizaje. Para Otorrinco esas frases eran tediosas y reiterativas, nada hacía cambiar su conducta y tampoco le interesaba llegar a ser rey.
Cuando su maestro se acercaba a impartirle las lecciones diarias, él lo destrataba y se reía del pobre maestro.
- Por favor, su Señoría, el rey me matará si usted no aprende.
- Deja que te mate y habrás muerto por una causa justa.
- No diga eso, Señoría, debe aprender a cuidar de las riquezas del reino.
- No me importa el reino, tampoco el pueblo y mucho menos tú, servil maestro.
El maestro cerró los libros y algunas lágrimas cayeron de sus ojos. Otorrinco observó aquella escena y se acercó al maestro, lo tomó del brazo y lo sacudió diciéndole en tono cruel y burlón:
- Cuando yo sea rey, si es que lo soy, tú serás despedido, insoportable maestro.
El maestro bajó la cabeza, reverenció a su majestad y retiró sin decir palabra alguna.
La reina Ana, su madre estaba muy preocupada por la conducta de Otorrinco, pero qué podía hacer. Ella nunca gozaba de tiempo necesario para atenderlo, siempre estaba ocupada con las tareas del palacio, papeleos, fundaciones, reuniones y todo lo concerniente a las relaciones públicas del reino. Su marido, el rey Osvaldo, sólo estaba dispuesto a salir de cacería, asistir y realizar suntuosas fiestas, con embajadores y diplomáticos, por lo tanto Otorrinco, siempre debía permanecer con sus empleados, el asistente principal, Ramonciño, el ama de llaves Alicia y todos los demás custodias y guardaespaldas del príncipe.
¿Cómo podía Otorrinco sentir amor por alguien? Eso era imposible, se había convertido en un ser apático y despiadado.
Llegaba la primavera en el reino y sus padres habían organizado una fiesta especial con jóvenes de su edad, invitaron a todos los jovencitos que vivían cerca del palacio, había regalos, golosinas, exquisitos manjares y muchas otras cosas. Otorrinco se las ingenió para arruinar aquel bonito festival y desalojar a todos esos andrajosos y sucios niños de la calle, como él solía llamarlos, sólo había reparado en una chica de ojos azules y cabellos negros que lo observó con una sonrisa, pero de todos modos nada le importó, continuó con su plan y no tuvo piedad con nadie.
- Esta fiesta acabó – dijo el padre y suspendió todo muy disgustado con su heredero. De inmediato lo llamó a su despacho y quiso hacerlo reflexionar sobre lo ocurrido.
- ¿Qué pasa, padre, acaso hice algo malo?
- Siempre lo haces Oto, siempre te perdono, pero esta vez serás castigado muy duramente, lo que has hecho es imperdonable.
- Pero padre.
- Sin peros, si sigues así, nunca serás rey.
- ¿Acaso yo tengo la culpa de que los niños de la calle, estén sucios y harapientos? En todo caso tú debes ser el responsable de ellos.
- ¡Cállate! ¡Vete a tu habitación y no salgas de allí por unos cuantos días!
Otorrinco no sabía leer, ni escribir, todo era un juego, colmar sus deseos y buscar algún pasatiempo que consistiera en molestar a alguien. Ramonciño, debía encargarse de alimentar y cuidar del príncipe, mientras estuviera castigado. Golpeó la puerta y entró, al entrar, Otorrinco hincó una flecha en su pierna izquierda.