ALCONCHEL DE LA ESTRELLA: Lo Más Grande...

Lo Más Grande

Mi prima Camila es una infeliz. ¿Cómo puede ser feliz si no la dejan tener una mascota? La madre dice que en la casa no quiere ni hormigas. Yo le dí la idea de criar ranas en un tanquecito que el padre tiene en el fondo de la casa y me ofrecí a conseguir una bien gorda en la zanja de la esquina.

—! ¿Zanja?! dijo mi tía que es muy fina.

— ¿Qué tiene de malo—dije yo— si mi hermanita tiró una vez el chupete a la zanja para hacerse la madura y cuando se arrepintió a las tres de la mañana, mi papá tuvo que ir a buscarlo? Dijo que lo encontró en el pastito pero yo había escuchado el! plaf! del chupete cuando se cayó al agua podrida. ¿Cierto, má?

Cuando le vi la cara a mi mamá, dije:

—Bueno, tan podrida no, un poquito verde nomás.

—Pero igual rana, no— dijo mi tía. Perro tampoco, porque te llena la casa de pelos, el gato es traicionero, los hamsters son ratas disfrazadas y de los pajaritos, ni hablemos —porque no se que cosa de la libertad— ¿A vos no te gustaría que te encierren en una jaula hasta que te mueras, no es cierto? Bueno, al pajarito tampoco, mi amor.

Mi tía le dice mi amor a todo el mundo, y no hay que dejarse impresionar por eso. Lo del chancho pecarí que mataron para hacerle el saco a ella lo dije despacito, pero hay que tener cuidado con el oído de mi mamá porque está siempre muy atenta. Me mandó a mi pieza a hacer los deberes y si ya los hiciste no me importa, los hacés de nuevo. ¿Cómo vas a hacer los deberes dos veces? Los grandes dicen cosas raras cuando se enojan.

Bueno, volviendo a Camila, me daba lástima esa chica y se me ocurrió ayudarla. Puse en una caja de cartón unos cuantos bichos bolita con bastante tierra húmeda y le dije:

—Escondela bien porque es un secreto.

Pero ella la puso en el cajón de las medias y la madre la descubrió enseguida porque se ensució todo de barro, así que no quedó más remedio que decirle que había sido yo el de la idea.

—Era para que Camila estudiara la reproducción de los bichos bolita, tía. Son los únicos capaces de tener miles de hijitos en la oscuridad —inventé con cara de serio.

—Dios me libre. Tu prima tiene cuatro años y no sabe nada de reproducción, mi amor, y no quiero pensar en lo que hubiera pasado si no descubro esas alimañas a tiempo.

Solamente a mi tía se le ocurre decirle alimañas a los bichos bolita. También había pensado en que criara lombrices, así de paso, cuando voy a pescar con mi papá, se las pedía a ella, pero después de esa pelotera decidí que no me meto más.

En mi casa no hay problemas con los animales. Yo tengo perro, pajaritos, pececitos de agua fría y caliente y antes, cuando era más chico, tuve un tero que era muy guardián, una tortuguita que me gané en el Jardín y un conejito que se me escapó. Lo único que me falta es tener un monito, pero dudo que los pueda convencer a mi mamá y a mi papá. Un poco de razón tienen. La señorita me explicó que para tener uno, primero hay que matar a toda la familia, porque es como raptar. Si logran capturarlos, los cazadores los meten en una jaulita y les ponen una inyección para que duerman muchas horas, y por si acaso, los amordazan para que no hagan ruido durante el viaje, porque está prohibido robar animales y si los descubren, los meten presos. A los señores, no a los monitos. Igual, la mayoría de los monos se asfixian porque no soportan el encierro. Cuando llegan acá, a los que quedan, los venden carísimos, pero los monitos extrañan la selva, a sus amigos, a sus padres, y al final se mueren igual, como me moriría yo si me hicieran algo así.

Una vez, un amigo de mi papá compró un tucán en la selva misionera y se lo regaló a la esposa. Era un problema porque los tucanes no son perros, no comen lo que te sobra, comen cosas especiales y, lo que es más importante, no soportan el frío. Bueno, al tucán, un día, se lo olvidaron en el patio y se fueron a dormir. Pleno invierno. Cuando se levantaron, el pobre estaba debajo de la parrilla, hecho un pollito y a la tarde se murió. Me parece que al amigo de mi papá todavía no le contaron como fue.

Sobre peces sé muchísimo, más que la "seño". Aprendí a medir la temperatura del agua y cuando las hembras están por tener cría, las pongo en la paridera, que es como una sala de partos acuática, porque algunas especies se comen a los bebés.

Mis peces me conocen y cuando les hago toc-toc sobre el vidrio de la pecera con el frasquito del alimento, saben que les voy a dar de comer y se me acercan.

Con mi perro, que se llama Pancho, "hablamos" sin ningún problema. Yo le enseñé treinta y cuatro palabras y él me enseñó muchos ladridos, así que nos entendemos bien, pero a veces no necesitamos palabras, porque solo con mirarnos nos alcanza. Una vez, entró a la cocina cuando estábamos comiendo y se quedó mirándome con ojos de hambre. Cuando mi mamá se dio vuelta yo le di un pedazo de carne con mi tenedor. Florencia me dijo despacito:

—Asqueroso inmundo.

Pero ¿porqué voy a tener asco de Pancho si el no tiene asco de mí? No somos hermanos, pero casi. Con Pancho, digo.

Y con los pajaritos pasa algo especial. Están en una jaula bastante enorme que me hizo hacer mi papá, lleno de ramas para que vuelen de un lugar a otro, pero todas las tardes yo abro la puerta y, de a uno, los saco y los pongo sobre mi brazo. Les digo despacito que si se quieren ir volando, pueden hacerlo que no me voy a enojar. Es más, les voy a dejar siempre la jaula abierta con comida adentro para que vuelvan a comer si no encuentran afuera, pero no les voy a pedir que se queden.

—Tenés que estar preparado para que algún día te acepten la oferta porque la libertad es lo más grande que hay, y los pájaros saben mucho de eso— dijo un día mi papá.

— ¿Más grande que la comida, pá?

—Más grande, sí.

— ¿Más que los amigos?

—Sí, hijito. Más.

Lydia Carreras.