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ALCONCHEL DE LA ESTRELLA: LA FELICIDAD EN UNA NUEZ...

LA FELICIDAD EN UNA NUEZ

Verla cuando se comía las almendras era todo un
espectáculo.
Había que mirar nomás como movía las orejas
mientras las mordía rápidamente y se
dejaba acariciar por Patricia. Con las manitas
agarraba su almendra dándole vueltas
para morder la parte más brillante y prometedora.
Movimientos expertos. Disfrutaba
su almendra como nadie. Era feliz. Y nosotros
disfrutábamos de su compañía. Claro,
eso fue después de muchos días, y de haber vencido
las inevitables barreras de las
presentaciones y los protocolos. Bueno, hay que
admitir que el primer día que llegó
entró intempestivamente en la casa como si fuera
suya. No pidió permiso y se metió
casi hasta la cocina... Patricia se asustó bastante
cuando la vio entrar y ella también.
Se miraron ambas con ojos bellos y curiosos.

Yo diría que fue un susto mutuo, de
esos sustos inocentes porque se salió casi tan
rápido como había entrado. Pero no
pasó más de cinco minutos en que la sorpresa se
transformara en alegría, así que
regresó esta vez con un poco más de recato. Patricia
le dio algunos cacahuates que
devoró con fruición. Como una niña. A partir de
entonces vino prácticamente todos los
días del verano. Por la mañana, al mediodía y en las
tardes de Agosto. Nunca después
de las seis de la tarde. Ni nunca antes de las siete de
la mañana. Los fines de semana
me hacía levantarme bien temprano para atenderla
medio dormido, entre brincos y
avellanas.

Las nueces que le compramos en el mercado de la
Côte-des Neiges le significaban
una delicia profunda. Eso sí, era toda una
gourmet, y había que darle sólo las
mejores, las más grandes y sanas, con cascara
brillante y dura. Claro, nosotros
difrutábamos viendo como manipulaba con extrema
delicadeza la mitad de su nuez,
también veíamos como botaba los pedacitos de
cáscara vacía por doquier, pues la
felicidad se hallaba al interior. Luego del "repas"
había que pasar la escoba y el
recogedor pues la señorita después de tremendo atracón
con seis, siete o más nueces
de Grenoble dejaba el parquet de la sala en un
estado lamentable. Las almendras
como dije, eran su pasión, sin hablar de las
avellanas peladas, y de los cacahuates
que sólo toleraba si estaban debidamente
rostizados sin aceite ni sal. Los
transgénicos no podía ni verlos.

A veces para hacerle pedir de comer le cantaba yo
"Atiendan pollitos." de Cri-cri. Se
quedaba quieta, y entonces me veía con suma
atención:
"Atiendan
pollitos que hay que buscar,

algún gusanito para merendar..."
Se sentaba en sus patitas traseras y en la cola
esponjada, y cuando le terminaba de
cantar me pedía con sus manitas la almendra que yo le
escondía a propósito.
"... y por
las mañanas se pone a cantar,
y es
porque ordena que salga el sol..."
Patricia se sentaba a su lado en el suelo, mientras ella
se le subía en las rodillas y
comía con fruición los frutos secos. Entretanto se
dejaba acariciar la cabecita o las
orejas que nunca estaban quietas.
"... Atiendan
pollitos que hay que aprender,

lo que todo pollo debe saber."
Era nuestra niña. Y lo sabía. Ardillita era hembra,
y estaba, por lo que pudimos ver
después, embarazada. Niña precoz, después de
todo. Yo creo que por eso comía con
tanta fruición. Un día nos llevó al causante de sus
embarazos: un ardillo enfadoso que
se afanaba en rascar irremediablemente a Camila,
la plantita que tenemos en la
maceta de la ventana. El es un ardillo muy travieso,
porque de vez en cuando mordía
a Ardillita o la correteaba. Ella nunca mordió a
Camila (bueno, quizás sólo una vez,
pero Patricia se encargó de enseñarle lo que "NO"
significa en correcto español, y juro
que aprendió rápido).

Ardillita siempre fue sólo "Ardillita", pero
claro, yo no dudé en llamarla tambien
"Chichona", a causa de sus senos
extraordinaria-mente generosos. Me daba risa ver
cómo después de comer sus nueces y almendras,
siempre aportaba una o dos más
para enterrarlas en el jardín de abajo. Aquí en
Québec los inviernos son
más-que-terribles, y uno nunca sabe. Así que
ellas hacían provisión para después.
Este verano estuvo trabajando mucho en ello.
Agosto, Septiembre se fueron volando.
Enterraba sus nueces en sitios estratégicos (que
tendría que haber recordado uno a
uno en el próximo invierno) y después salía
corriendo, atravesando a media avenida,
llena de autos y camiones hasta los jardines de
enfrente donde vivían. Yo creo que,
como el Principito, fue ella quien en realidad
nos adoptó. Y eramos quizás sus niños a
sus ojos. ¿Qué importaba finalmente quién había
domesticado a quién?

Siempre he detestado los autos. Me parecen un
invento estúpidamente peligroso. La
avenida Edouard-Montpetit es sumamente transitada
y ruidosa. Pero como Montréal
es una ciudad extremadamente civilizada, están
por supuesto los semáforos para
reglamentar el flujo de autos y personas; las
rayas blancas perpendiculares para dar
prioridad a peatones y bicicletas, y las rayas
amarillas de las esquinas en las cuales
los peatones tienen menos prioridad de paso que
en las otras, pero que es por donde
se debe atravesar y no a media calle cuando no
hay semáforo. Están también por
doquier, las señales de "Danger école" en forma
de rombo amarillo, las flechas del
sentido único, de "Maximum 40" para limitar la
velocidad y finalmente los octágonos
rojos de "prohibida la vuelta a la izquierda" o
de "Arrêt". Códigos todos de los
hombres. Las ardillitas no saben leer francés,
por supuesto, y las rayas amarillas o
blancas no tienen ningún significado en especial.
¿Acaso se les dice alguna vez para
qué sirven? Los octágonos rojos, los rombos
amarillos, las líneas perpendiculares o
paralelas, anchas o delgadas, las flechas
insensatas y toda esa geometría de símbolos
inútiles nunca les será explicada. Los semáforos,
los autos tampoco les significan
nada. Y ese fue el error de nuestra Ardillita
chichona. Esta mañana la encontré junto
al árbol. Parecía dormida, pero estaba muerta.
¿Para qué decir que no se movía, o que
no acudió a mi llamado? ¿Para qué decir que ahora
las nueces no le interesan más, ni
las almendras, ni su ardillito, ni nosotros? ¿A
que maldito automovilista imprudente
le debemos todas estas preguntas sin respuesta de
esta mañana? ¿Qué hacen tantas
ardillitas en esta ciudad de flechas y líneas
insensatas? o más bien ¿qué hace esta
ciudad en este lugar que les pertenece a ellas?
La verdad es que no hallo las
respuestas entre todas estas señales estúpidas de
las civilizadas calles de Montréal.
Por más que las busco no están. Y será porque no
existen. Y tal vez es mejor así: que
no haya respuestas. Ni preguntas. Y seguro
también es mejor que pare de escribir
esto porque las lágrimas no me permiten ver con
claridad las letras del teclado; así
como la tierra y hojas que echamos esta mañana en
su tumba no nos permitirán ver
más a nuestra Ardillita. Aquella que era feliz y
libre, y saltaba buscando en nuestras
manos algunas almendras y nos daba un poco de su
tiempo, de su sencillez de vivir y
de su libertad. Aquella que sabía que la felicidad de
un instante está adentro de una
nuez, y que para encontrarla sólo hay que saber
abrirla, pero no romperla.

Juan Manuel Torres Moreno©