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Alguien que durante el otoño de 19966 tovo la oportunidad de dar un paseo por uno de los bosques más extraordinarios del mundo, situado en un suburbio de Tokio, llamado Omiya, decía lo siguiente:
Alguien que durante el otoño de 19966 tovo la oportunidad de dar un paseo por uno de los bosques más extraordinarios del mundo, situado en un suburbio de Tokio, llamado Omiya, decía lo siguiente:
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A los dos lados del tortuoso sendero por el que paseaba erguían sus copas de perfecta simetría el magnífico pino de cinco agujas, y tronco tan dercho como un mástil; el añoso enebro de nudosas ramas fantásticamente retorcidas por seculares vientos invernales y, en fin, el arce de hojas delicadamente veteadas que empezaban a teñirse de rojo y oro...
A los dos lados del tortuoso sendero por el que paseaba erguían sus copas de perfecta simetría el magnífico pino de cinco agujas, y tronco tan dercho como un mástil; el añoso enebro de nudosas ramas fantásticamente retorcidas por seculares vientos invernales y, en fin, el arce de hojas delicadamente veteadas que empezaban a teñirse de rojo y oro...
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Pero lo extraordinario de aquel bosque no era precisamente la profusión y variedad de los árboles que lo formaban, sino su tamaño: en efecto, ninguno de ellos medía más de noventa centímetros de alto...
Pero lo extraordinario de aquel bosque no era precisamente la profusión y variedad de los árboles que lo formaban, sino su tamaño: en efecto, ninguno de ellos medía más de noventa centímetros de alto...