CUENTO. EL SAPO Y LA ROSA. V. M. Garshin.
Érase una vez un sapo y una rosa.
El rosal que tenía la rosa estaba en un jardincillo casi semicircular de una finca rural. Estaba muy descuidado el jardín, y el hierbajo campaba a su antojo entre los macizos y los arriates, pues hacía ya mucho tiempo que crecían en pleno abandono. La valla de madera que antes fue verde estaba ahora podrida y en algunos sitios caída, y las estacas se las habían llevado los chiquillos para jugar, o los campesinos para defenderse de los perros, singularmente del fiero Barbos...
Érase una vez un sapo y una rosa.
El rosal que tenía la rosa estaba en un jardincillo casi semicircular de una finca rural. Estaba muy descuidado el jardín, y el hierbajo campaba a su antojo entre los macizos y los arriates, pues hacía ya mucho tiempo que crecían en pleno abandono. La valla de madera que antes fue verde estaba ahora podrida y en algunos sitios caída, y las estacas se las habían llevado los chiquillos para jugar, o los campesinos para defenderse de los perros, singularmente del fiero Barbos...
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Pero a pesar del abandono del jardín aún resultaba hermoso. Parte del vallado estaba lleno de álsines de blanca flor, y los cardos eran tan altos que desde lejos parecían árboles. Las candelarias amarillas se alzaban con sus lanzas cargadas de flores, y las ortigas se habían apoderado de un rincón del jardín; quemaban cuando se las tocaba, pero visto a distancia formaban un maravilloso cuadro verde, y más bello porque era como el fondo de una delicada rosa.
La rosa se abrió un hermoso día de mayo y cuando desplegó los pétalos, el rocío dejó encima dos lágrimas muy pequeñas, muy puras y muy trasparentes. Era como si la rosa estuviera llorando. Y alrededor de la rosa todo era tan maravilloso, tan puro y claro en aquella mañana de mayo en que por primera vez contemplaba el cielo azul, sentía el fresco aire y recogía los cálidos rayos del sol que coloreaban sus delicadas hojas con un reflejo rosado, y había un silencio tan profundo y solemne, que si hubiese podido habría llorado, y no de pena, sino de felicidad, de agradecimiento a la vida. No sabía hablar, pero sabía inclinar ligeramente la cabecita y esparcir un suave aroma, y ese aroma era su lenguaje, sus lágrimas y sus oraciones...
Pero a pesar del abandono del jardín aún resultaba hermoso. Parte del vallado estaba lleno de álsines de blanca flor, y los cardos eran tan altos que desde lejos parecían árboles. Las candelarias amarillas se alzaban con sus lanzas cargadas de flores, y las ortigas se habían apoderado de un rincón del jardín; quemaban cuando se las tocaba, pero visto a distancia formaban un maravilloso cuadro verde, y más bello porque era como el fondo de una delicada rosa.
La rosa se abrió un hermoso día de mayo y cuando desplegó los pétalos, el rocío dejó encima dos lágrimas muy pequeñas, muy puras y muy trasparentes. Era como si la rosa estuviera llorando. Y alrededor de la rosa todo era tan maravilloso, tan puro y claro en aquella mañana de mayo en que por primera vez contemplaba el cielo azul, sentía el fresco aire y recogía los cálidos rayos del sol que coloreaban sus delicadas hojas con un reflejo rosado, y había un silencio tan profundo y solemne, que si hubiese podido habría llorado, y no de pena, sino de felicidad, de agradecimiento a la vida. No sabía hablar, pero sabía inclinar ligeramente la cabecita y esparcir un suave aroma, y ese aroma era su lenguaje, sus lágrimas y sus oraciones...