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ALCONCHEL DE LA ESTRELLA: ......

LA SOPA DE VERDURAS. CUENTO.

Ocurrió una vez, en un pueblo cercano al nuestro, que vivía un chico de unos siete u ocho años un poquito "cocinilla"
Llevaba mucho tiempo acosando a su madre, para que ésta le dijera cómo se preparaba una sopa de verduras, así que llegó un día en que recibió por parte de ella la primera lección.
Lo primero que le enseñó fue a lavar las verduras, colocándolas en un lebrillo que antes había llenado con el agua que había acarreado unas horas antes de una fuente cercana al pueblo.
Lo segundo que le enseñó su madre al "guacho", fue a tener cuidado con los cuchillos y con el fuego, y a no utilizarlos de cualquier manera por lo peligrosos que podían resultar.
Una vez bien lavadas todas las verduras, el aprendiz de cocinero, pidió a su madre que le fuese diciendo el nombre de "los materialse" que debía utilizar para "construir su obra" que quería ver terminada lo antes posible...

Yó tanmbién quiero ver el final del cuento de la sopa de verduras, jejjje.

saludos. rs

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Muy bien Rosa, pues si quieres ver el final del cuento presta atención y escucha:
La madre del chico, una mujer pacienciana y cachazuda, le preparó los ingredientes que necesitaba para la sopa. El zagal la llenó de agua y la puso entre las brasas, asomándose de cuando en cuando a la olla para ver si el agua había roto a hervir. Una vez comenzado este proceso, el muchacho con sumo cuidado siguió los puntos que pongo a continuación:

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Primero calentó dos cucharadas de aceite vegetal en una olla de grande como la de la foto a fuego medio, que quiere decir que los tarugos de la leña de la chimenea no debían ser muy gordos.
Lo segundo que hizo fue añadir dos tazas de cebolla picada, una taza y media de apio picado, una taza y media de zanahorias en rodajas, y dos cucharaditas de salsa de soja o algo parecido. Una vez todo esto en la olla, el chico lo frió como su madre le iba diciendo, removiéndolo constantemente, hasta que se quedó muy blandito.
Al muchacho se la hacía "la masa un vinagre" sólo de pensar que aun tenía para rato para poder probar la sopa de verduras, visto la cantidad de ingredientes que aun quedaban fuera de la olla...

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Sin dilación, y para que no se le olvidase por lo poco que abultaba, añadió a lo anterior dos cucharaditas de ajo picado finamente dejándolo freír todo dos minutos más.
Vio que su madre le había acercado a la lumbre una cacerola con caldo de pollo, así que, y siguiendo con el cuarto punto, añadió a la olla dos litros del caldo, dos tazas de agua, un poco de pimienta negra molida, una hoja de laurel, y dejó que rompiese a hervir durante 35 minutos.
En el sexto punto es cuando añadió una taza de pasta de letras, removió bien la mezcla, y la dejó hervir hasta que la pasta estuvo cocida.
Para finalizar, retiró la sopa del fuego y sirvió dos tazones: uno para su madre y otro para él...

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La sopa decepcionó al aprendiz de cocinero, como nos decepcionó a los demás la primera vez que nos pusimos ante la chimenea para freír un huevo, que como le habrá pasado a más de uno, no había forma, después de pegarse al cucharón, de desprenderlo de él.
El chico estaba seguro que su madre habría podido arreglar "aquel desaguisado" añadiendo a la olla una "pisquilla" de sal, pero, pensó que, esa no fue su intención sino que lo dejó así para que él aprendiera de sus propios errores y experiencias, haciéndole entender que la cocina exige PASIÓN.... y también paciencia...

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La cosa no quedó ahí Rosa, y pasados unos días volvieron, hijo y madre, a hacer de nuevo la sopa con un buen resultado, pues la sopa sabía mucho mejor. La volvieron a repetir muchas veces y en cada ocasión resultaba aún mejor, hasta que su madre le dijo que ya estaba listo para hacer una sopa de verduras.
Desde aquel momento el muchacho sintió una fuerte curiosidad por todo lo relacionado con la comida, y pocos años después se le ocurrió plantar un huerto, así que su madre le dio una "parcelita" del jardín y le enseñó a cultivar gran variedad de verduras.
-No todo se reduce al cultivo, -le decía su madre- sino que, cuando se tiene algo bueno en abundancia, -tomates por ejemplo-, hay que compartirlo con los demás. Y como tenían todo de sobra, la madre hacía paquetes para los vecinos y el zagal los repartía. Bueno, era algo muy parecido a repartir EL PRESENTE, pero cambiando las hortalizas por chorizos, morcillas, hígado, tocino, y algún hueso de cerdo. Costumbres muy arraigadas en los pueblos...

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Aunque el chico no lo comprendía entonces, su madre le estaba inculcando valores, pero cuando pasaron unos años y viéndolo en retrospectiva, apreció más su manera de hacerlo, como madre y como amiga.
Pasados los años, se dio cuenta que sólo se había enfadado con su madre una vez, y fue porque el chico tenía dotes para la música, para los instrumentos de percusión para ser más exactos, y ella le daba muchos ánimos.
Su madre era de un pueblo cercano al de su padre y era costurera y no se llamaba como la protagonista de "El tiempo entre costuras", ni tampoco era espía, sino que trabajaba cosiendo cortinas en una fábrica y él era técnico en un taller de reparaciones de tractores y maquinaria pesada...

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Además de trabajar en la fábrica, su madre se pasaba la vida haciendo comidas a fin de recaudar fondos en beneficio de una orquesta que había formado el chaval junto a unos amigos, con la que iban alegrando a los mozos y mozas de los pueblos colindantes, así que ya sabemos de dónde le venían al chico aquellas ansias de aprender a cocinar, y por qué, una vez llegada su adolescencia hubo un momento que comprendió que debía elegir entre el camino de la cocina, o el de la música, porque no había tiempo para los dos...
CONTINUARÁ....

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Continua el cuento diciendo que, una tarde los padres del chico convidaron a unos vecinos a degustar unos somarros de magro asados. El chico, al que le gustaba tanto la música como la cocina, se acercó a su madre y le anunció que tenía dos noticias, una buena y otra mala: la buena es que había decidido dedicarse a la cocina, y la mala que debía renunciar a una beca que había obtenido para estudiar música.
La madre, como casi cualquier madre en estos casos, o parecidos, se puso a llorar, pues daba por hecho que su hijo nunca abandonaría la música. Además tenía que marchar a hacer sus estudios de cocinero a la Capital...

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Pasado el tiempo, marchó a París para perfeccionar sus estudios de cocinero, y no fue hasta que los terminó y consiguió empleo en restaurantes de mucha fama, que sus padres no se dieron cuenta de la seriedad de su intención.
Le animaron, como la mayoría de los padres hubiesen hecho, a realizar sus sueños, llegando a ser sus mayores admiradores...
Como vivían en diferentes ciudades hablaban una vez por lo menos al día por teléfono, y aquel chaval, que ahora era todo un hombre, y un excelente cocinero, se sentía muy halagado cuando su madre le daba consejos sobre este o aquel "guisote". Años más tarde, buscó una novia, se casó, el y su mujer tuvieron dos hijas, y como dicen casi todos los cuentos, fueron felices y comieron perdices, esta vez cocinadas por "feliz papá".
Todos la escuchaban a la abuela, incluso a veces, seguían sus consejos y la adoraban por el apoyo que les había proporcionado a todos, y no fue solamente ayuda económica lo que les dio porque nunca le sobró dinero, sino a la comprensión, amistad, lealtad y entrega. Eran, a decir del Cuentacuentos, los mejores valores que les podía ofrecer.

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Pasados los años, la abuela seguía dándole a la comida la importancia que se le ha de dar en un hogar, y aunque todos los de la casa estaban siempre muy ocupados, ella todavía creía que la familia, como así debe ser, se ha de reunir para comer en torno a la mesa, sin condiciones ni pretextos, y no nos ha de importar si el menú es langosta o lasaña. En buena compañía todo está bueno, porque cualquier cosa hecha con amor resulta una comida expléndida.