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ALCONCHEL DE LA ESTRELLA: Hoy os traigo una leyenda de amor muy conocida y muy...

Hoy os traigo una leyenda de amor muy conocida y muy bonita, con todos los ingredientes que me gustan: reyes, judías hermosas y un amor que duró más allá de la muerte y cuya historia llegó hasta nuestros días convertida en leyenda.
Espero que os guste.
ESTEFANÍA JIMÉNEZ

El rey de Castilla, Alfonso VIII, (Soria 11 Noviembre de 1155, Gutiérrez Muñoz, Ávila 6 Octubre 1214), del que ya hablamos en otra leyenda aquí en Ecos de la Distancia (LA VISITA NOCTURNA (LEYENDA ASTURIANA), se casó con Doña Leonor de Plantagenet (1160-1214), hija de Enrique II de Inglaterra. Decían que era una mujer bella, pero bastante fría e irascible (vamos, la historia de siempre, una mujer que tuvo que dejar su país para casarse con un rey que no conocía y que probablemente no le gustaba).
El matrimonio se trasladó a Toledo donde por entonces se ubicaba la Corte de Castilla. Desde allí, Alfonso dirigía su reino con justicia y cerebro.
Era el rey muy aficionado a la caza y solía practicarla a menudo. En una de esas partidas de caza, mientras perseguía un jabalí, vio el rey en el cielo un hermoso halcón que perseguía a una indefensa paloma a la que ya había herido de gravedad.
Alfonso decidió ayudar al animalito y poniendo una flecha en su arco disparó al halcón, hiriéndolo de muerte en el pecho. Como trofeo de caza, el rey decidió ir en busca del animal que había caído en el jardín de un lugareño.
Se acercó a la casa que pertenecía a una muchacha judía llamada Raquel, huérfana y que vivía sola en el solar que le habían legado sus padres.
Al ver a la muchacha por primera vez acudieron a la memoria de Alfonso todas las habladurías que había escuchado en Toledo acerca de la hermosura de una joven judía llamada Raquel. Esa muchacha no podía ser otra que la que se encontraba frente a él, pues la chica era tan hermosa que desde el preciso instante en que la viera ya no pudo borrarla de su memoria.
Pero también la joven Raquel quedó prendada de aquel apuesto caballero aguerrido que se internó en su jardín y que la miraba como si ella no fuera una sencilla judía que dedicaba sus días a preparar pociones curativas, sino como la más noble de las reinas.
Desde que ambos se vieran por primera vez, ya no pudieron apartar sus pensamientos el uno del otro. Raquel vivía sus días suspirando por el apuesto rey, y Don Alfonso no podía dejar de pensar en la hermosa judía ni un segundo, hasta tal punto que tal situación comenzó a afectar a sus obligaciones como monarca y como esposo.
Así que finalmente cedió a sus verdaderos deseos y volvió a encontrarse con Raquel. Desde entonces ambos vivieron un apasionado romance, pero aquella relación estaba condenada al fracaso: él era cristiano y ella judía, él estaba casado y además: ¡era el rey de Castilla!
Sin embargo, Alfonso estaba tan perdidamente enamorado de Raquel, que estaba dispuesto a renunciar a su reino por ella. Así que, arriesgándose a ser descubierto, hizo trasladar todas las pertenencias de la muchacha a un lugar apartado en el palacio real.
Con el tiempo, Alfonso acabó pasando más tiempo en aquellas estancias en las que habitaba Raquel que en el resto del palacio, ya nada le importaba a él el reino, la Iglesia o su esposa Leonor. Para él no había nada más importante que su amada judía.
Aquella situación duró más de siete años y el reino de Castilla corría un gran peligro, abandonado y sin monarca que lo gobernara, así que los nobles y el pueblo, hartos ya de semejante situación, comenzaron a ponerse en contra de Alfonso. En Toledo no se hablaba de otra cosa que de la bruja Raquel que había hechizado al rey de Castilla con sus pociones y de ese modo usurpaba las riquezas del reino.
Doña Leonor tenía que soportar la humillación y el despecho en silencio, soportando el dolor que tal situación le causaba y tratando de mantener la compostura como era propio de una reina de Castilla y de una Plantagenet. Pero por dentro estaba corroída por el odio y la amargura.
Para la reina, los nobles y el pueblo, todo el respeto que Alfonso VIII de Castilla se había forjado con hazañas grandiosas, quedó sustituido por el desprecio y las burlas por culpa de sus amoríos con Raquel.
Fue la misma Leonor, harta de semejante humillación y preocupada por el destino del reino, la que decidió actuar. Si el rey era incapaz de dejar a la bruja, entonces habría que librarse de ella. De este modo la reina contrató a dos asesinos y un día le llegó mensaje a Don Alfonso de que su esposa deseaba hablarle con urgencia. Él no deseaba un enfrentamiento con la fría Leonor a la que detestaba, pero finalmente, ante la insistencia de ésta decidió acceder.
Aprovechando esta circunstancia, los sicarios entraron en las dependencias donde se encontraba Raquel acompañada de su sirviente judío. Los asesinos obligaron al sirviente a dar muerte a la hermosa judía, pues ellos la odiaban demasiado y no deseaban manchar sus espadas con su sangre.
Cuando Alfonso llegó a sus dependencias encontró a su amante muerta en un charco de sangre, junto con su sirviente.
Loco de ira y dolor hizo colgar a los asesinos y perseguir por todo el reino a todos cuantos hubieren dicho alguna vez algo malo de su amada Raquel. Hubo numerosos encarcelamientos y castigos durante aquellos días que duró la locura del rey, incluso Leonor, de la que Alfonso pronto conoció su culpabilidad en el asunto, fue enviada a un convento a Galicia, para no tener que volver a verla jamás. De buen gusto la habría asesinado con sus propias manos si ella no hubiera sido tan poderosa.
Apaciguada la ira, el rey se sumió en un profundo dolor. Mandó construir un túmulo funerario digno de una reina para su hermosa amante y en él pasaba Alfonso los días consumiéndose poco a poco por la pena.
Se dice que sólo la muerte de sus hijos hizo volver al rey en sí. En sus últimos años, Alfonso deseó participar en algunas batallas contra los moros, y decían aquellos que cabalgaban junto a él que se enfrentaba a los enemigos con ferocidad y que cuando éstos atacaban, lanzaba lejos el escudo, buscando al parecer la muerte.
Finalmente, Alfonso VIII murió el 6 de Octubre de 1214, en una aldea llamada Gutiérrez Muñoz, a causa de unas fiebres. Aquellos que presenciaron su muerte contaron que sus últimas palabras fueron para la hermosa Raquel, que al parecer le llamaba. El rey murió sonriendo.
Otra versión de la leyenda nos dice que Raquel, al morir, se convirtió en paloma, en honor al bello animal gracias al cual había podido vivir tan felices días junto a Alfonso. Al morir él, también su alma se convirtió en paloma, y ambos volaron juntos de nuevo, reunidos más allá de la muerte.