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ALCONCHEL DE LA ESTRELLA: ......

Esto que a continuación escribo, lo escribió ni más ni menos que uno de los Maestros Rusos de la Literatura. Me estoy refiriendo a V. B. SVEN y pertenece a su obra: LOS GORRIONES.

... Ahora, esto puede parecer extraño e incomprensible, pero hubo un tiempo en que un pedazo de pan sobre la mesa alegraba la vista. Y cuando el pan se había comido, uno se sentía algo triste y hasta inquieto y se preguntaba: ¿por qué me he comido todo el pan, con dos vasos de agua caliente y no he dejado nada para cenar? También ocurría que cuando uno se metía en el bolsillo un pedacito de pan envuelto en un trozo de papel, los que lo habían visto decían" "Otra vez".
Pero cuando esta corta frase se refería a mí, mi corazón se estremecía y me avergonzaba...

...
Luego ya me acostumbré y llegué a hacerlo de modo que nadie se diera cuenta y entonces no oía aquel "otra vez" y todo pasaba inadvertido. Con aquel pedacito de pan me dirigía al parque que estaba cerca de nuestra casa. No tenía que andar más de cinco minutos.
Entonces en el parque no había nadie y por las noches reinaba la oscuridad.
Ahora sí que el parque está animado. Desde el atardecer brilla el rótulo de neón del restaurante "Odeón".
Los tupidos árboles y arbustos separan el parque de la tumultuosa calle. La calle está llena de ruidos de tranvías y de bocinas de automóviles. Los bancos están cerca de los arbustos y al otro lado del sendero está el estanque. A veces, en la superficie del agua aparece una carpa y de nuevo se sumerge torpemente...

...
Donde se termina la avenida, siempre está oscuro y no hay nadie. Por esto me dirigía siempre hacia allí, hacia un banco muy incómodo. Al sentarme, enseguida en el sendero y no lejos de mí empezaban a reunirse apresuradamente los gorriones. Quizá fuera sólo mi fantasía, pero me gustaba crearme una ilusión en aquel país que no era el mío e imaginar que los gorriones me conocían y estaban esperando algo de mí por considerarme culpable ante ellos...
Respuestas ya existentes para el anterior mensaje:
...
Si no es así, no importa.
Los gorriones se acercan saltando de lado y alargando sus cuellos, miran con los puntos negros de sus ojos y parece que quieren decir:
-Ya has venido. También nosotros estamos aquí.
Yo sacaba de mi bolsillo las migas envueltas en papel. Y entonces me parecía a Pliuschkin ¡Qué Pliuschkin!. En mí había diez Pliuschkin cuando echaba las migas a los gorriones. ¡Y qué alboroto se producía entonces! Se peleaban por un pedacito que les parecía mejor que los demás. Tiraba cada uno por su lado moviendo torpemente las alas y levantando polvo.
Aprovechando el momento, uno de ellos, el más listo, cogía por sorpresa el pedacito y se escondía entre los arbustos. Algunos empezaban a perseguirlo, pero pronto volvían atrás. Yo les echaba las migas con mucha parsimonia, puesto que entre ellos todavía no estaba el que me interesaba más, al que yo esperaba siempre para darle el mejor pedacito que tenía. Y este gorrión no se distinguía por su belleza ni por su inteligencia.
Todo lo contrario, era un infeliz inválido. No tenía dedos en su patita derecha. Por esto, al posarse sobre la arena del sendero, se caía hacia un lado y sólo al cabo de un rato y con mucha dificultad, se ponía de pie sobre su pata izquierda. La pata derecha estaba horriblemente mutilada y parecía una cerilla quemada... ... (ver texto completo)