Augusto amaba a su hija, y admiraba ese ingenio suyo que la convirtió en protagonista de muchas anécdotas, reales o inspiradas por su fuerte personalidad. El emperador dijo una vez a sus amigos que tenía dos hijas encantadoras a las que tenía que soportar: Roma y Julia. Ella siempre encontraba la réplica adecuada a las regañinas de su padre. Un día acudió a un espectáculo de gladiadores, y mientras Livia se rodeaba de varones notables, en torno a Julia se reunía una caterva de jóvenes lujuriosos. Augusto se molestó mucho por ello, y la reconvino por escrito, haciéndole ver la diferencia que había entre las dos principales mujeres de Roma. Ella respondió con una enorme sutileza con la que envolvía un dardo afilado: “estos se harán viejos conmigo”.