Gran parte de lo que pudiese haber en mi interior de nostalgia y melancolía, se lo debo a mi pueblo natal y al de adopción, Alconchel, donde aprendí a respirar, a observar y a reflexionar; eran unos pueblos -en algunos lugares dirían aldeas de lo pequeños que son-, tranquilos, alegres y de casas blancas en cuya blancura participaba activamente la cal, las mujeres, y la escobilla de ciacillo movida por los rápidos movimientos de muñeca de éstas. Mis pueblos eran brillantes, de luz clara, poca riqueza de colores en los campos, pero sí de grandes aromas, entre los que se encontraban el romero, el tomillo y la mies recién segada; respecto a los colores, con el blanco de las fachadas de las casas y de algunas nubes, el azul del cielo, el negro de la noche y los tonos verdes y ocres de los campos, ya teníamos la paleta completa. No necesitábamos mucho más para verlo todo hermoso. Eran pueblos íntimos, allegados, familiares, no tenían necesidad de una sensibilidad delicada para despertar la ilusión de chicos y grandes en estos días de PASCUA...