El
gigante, después de arrastrar un buen trecho la pesada carga, no pudo más y gritó:
— ¡Eh, tú! ¡Cuidado, que tengo que soltar el
árbol!
El sastre saltó ágilmente al suelo, sujetó el roble con los dos brazos, como si lo hubiese sostenido así todo el tiempo, y dijo: