Subieron y subieron. Ambos estaban empapados, cuando por fin penetraron por la ventana y se posaron sanos y salvos en el ático. Un poco más allá había una muchedumbre que vitoreaba y aplaudía. El comandante Sacoviento saltó de la avioneta y se acercó a grandes zancadas para cerciorarse de lo que ocurría.
¡Hola, Alberto! —gritó—.
¡Hola, Alberto! —gritó—.