Pero la desgracia rondaba al pobre Inocencio. El malvado Rufián, que había escuchado tras la
puerta de la cabaña las palabras de la
india, acuciado por una terrible sed de riquezas, no vaciló ni un segundo en arrojarse como un tigre furioso sobre el indefenso labrador, haciéndole caer desvanecido.