Al
atardecer llegó a una ciudad bulliciosa. Las luces de las
ventanas le hacían guiños y parecían grandes ojos amarillos. En montones de hogares
felices crepitaba la lumbre, y gatos gordos y comodones dormitaban bajo las sillas. Pero Gobolino no pertenecía a nadie… y nadie pertenecía a Gobolino.