Pero un día de otoño llegó al techo de la Catedral un delgado pájaro con una voz muy dulce, que se había alejado de los campos desnudos y de los frondosos setos en busca de un lugar de descanso para pasar el invierno. Quería descansar sus alas agotadas y pies cansados, bajo la sombra de un gran ángel o anidar en los pliegues esculpidos de un manto real, pero las gordas palomas no la dejaron y continuamente la empujaban de donde se había instalado, y al final un ruidoso gorrión más antipático que las demás acabó por sacarla fuera de la repisas. “Ningún pájaro respetable canta con tanto sentimiento”, sentenció la gorriona, y el vagabundo no tenía más remedio que seguir adelante.