—Por favor, señor, déjeme volver a casa —dijo Walter. — ¿Prometes no volver a perseguir nunca a un conejo, ni comernos en un pastel, guisados o de cualquier otra forma? —Lo prometo —dijo Walter. Eso significaba preservar su mundo. —Muy bien, puedes volver a casa, supongo que tu madre estará preocupada. —Gracias —dijo Walter mientras se iba. — ¡Para! —le ordenó el conejo en un tono que a Walter le dio miedo. Walter se quedó quieto mientras el conejo fue al armario y lo abrió. —Aquí hay muchas cosas que los hombres llaman oro —dijo—. Para nosotros no tienen ninguna utilidad, no podemos comérnoslas ni bebérnoslas y son muy pesadas para jugar con ellas. A los hombres parece que les gusta más que cualquier otra cosa. Llévatelas a casa, nosotros no las usamos. — ¡Gracias! —dijo Walter mientras se llenaba los bolsillos de pepitas de oro.