Samaritana, en voz alta pero evadiendo lo esencial, cuestionó cuál sería el castigo más apropiado para los ejecutores de las maldades de aquella historia. La madrastra, sabiéndose aludida pero tratando de escurrir el bulto, declaró que no habría correctivo más purificador que el de arrojar a la culpable a un horno al rojo vivo. Pero Samaritana lo sabía todo, y le contó al Rey Ferrandino la verdad: que su madrastra era la malvada de todo el relato que acabábamos de escuchar. Ferrandino, sin dudarlo un momento, ordenó su detención y condena a morir en el horno.