Pero Pulgarcito, que había oído la proposición, agarrándose a un pliegue de los calzones de su padre, se encaramó hasta su hombro y le murmuró al oído: – Padre, dejame que vaya; ya volveré. Entonces el leñador lo cedió a los hombres por una bonita pieza de oro. – ¿Dónde quieres sentarte? -le preguntaron. – Ponme en el ala de vuestro sombrero; podré pasearme por ella y contemplar el paisaje: ya tendré cuidado de no caerme. Hicieron ellos lo que les pedía, y, una vez Pulgarcito se hubo despedido de su padre, los forasteros partieron con él y anduvieron hasta el anochecer. Entonces dijo el pequeño: – Dejame bajar, lo necesito. – ¡Bah!, no te muevas -le replicó el hombre en cuyo sombrero viajaba el enanillo-. No voy a enfadarme; también los pajaritos sueltan algo de vez en cuando. – No, no -protestó Pulgarcito-, yo soy un chico bien educado; bajame, ¡deprisa! El hombre se quitó el sombrero y depositó al pequeñuelo en un campo que se extendía al borde del camino.