Allí trató el pequeñín de abrirse paso hacia el exterior, y, aunque le costó mucho, por fin pudo llegar a la entrada. Ya iba a asomar la cabeza cuando le sobrevino una nueva desgracia, en forma de un lobo hambriento que se tragó el estómago de un bocado. Pulgarcito no se desanimó. «Tal vez pueda entenderme con el lobo», pensó, y, desde su panza, le dijo: – Amigo lobo, sé de un lugar donde podrás comer a gusto. – ¿Dónde está? -preguntó el lobo. – En tal y tal casa. Tendrás que entrar por la alcantarilla y encontrarás bollos, tocino y embutidos para darte un hartazgo -. Y le dio las señas de la casa de sus padres. El lobo no se lo hizo repetir; se escurrió por la alcantarilla, y, entrando en la despensa, se hinchó hasta el hartarse. Ya harto, quiso marcharse; pero se había llenado de tal modo, que no podía salir por el mismo camino. Con esto había contado Pulgarcito, el cual, dentro del vientre del lobo, se puso a gritar y alborotar con todo el vigor de sus pulmones. – ¡Cállate! -le decía el lobo-. Vas a despertar a la gente de la casa. – ¡Y qué! -replicó el pequeñuelo-. Tú bien te has llenado, ahora me toca a mí divertirme -y reanudó el griterío.