Poco después, vi bajo un árbol a una liebre que me hacía muecas. Cogí la escopeta que llevaba al hombro, apunté, y me di cuenta de que no la había cargado. Peor aún, ni siquiera me quedaba un cartucho. Busqué en mis bolsillos: ni asomo de balas. Apenas un viejo clavo oxidado. Sin vacilar un instante, cargué la escopeta con ese clavo, apunté, disparé, y le di a la liebre con el clavo en una oreja. Ya tenía tres liebres.