Mandé al perro a que llevase a casa el botín y me interné en otro camino. De pronto, salió de una casa un perro furioso que intentó echárseme encima. ¡Qué susto! La escopeta no estaba cargada, balas no tenía, ya no me quedaban clavos ni liebres a mano. Me incliné, cogí la primera piedra que encontré y se la arrojé a la boca. Debéis saber, de todos modos, que aquella piedra era, por casualidad, un pedernal. Al dar contra los dientes del perro, soltó chispas y en un instante el animal quedó envuelto en llamas. Aquellas llamas se extendieron a la casa, de la casa al granero, del granero a toda la granja. No me quedaba otra solución que escapar. No me detuve hasta que llegué al centro del bosque, frente a una gruesa encina. Debajo de aquella encina, un grupo de bandoleros había encendido una fogata y comían. Me invitaron, me dieron de comer y beber pero, cuando parecía que me iban a dejar volver a casa, me metieron con las rodillas pegadas a la boca dentro un barril y lo clavaron para que no pudiese salir.