En ese momento comenzó la buena vida para las hermanas. Tenían una casa formidable, cubierta de oro y de plata, con campanas de plata en el techo, y también por dentro llena de oro, de plata y de piedras preciosas. Adela y Matilde se ponían de punta en blanco y se iban a la ciudad, donde nunca faltaban a un baile o a una recepción, incluso en el palacio del rey. Serafina, en cambio, se ocupaba de la casa. A fuerza de verla en la cocina trajinando con las cenizas, sus hermanas comenzaron a llamarla Cenicienta. Las muy necias ya no recordaban que, si no hubiese sido por Serafina, los ogros, sin duda, las habrían devorado. Así, dejaban que trabajase por las tres y nunca la llevaban a la ciudad.