
Sin embargo el roble no podía evitar sentir lástima por los insectos, los humanos y en general, todas aquellas criaturas que tenían un período de vida menor que el suyo y a los que veía apagarse mientras él, invariable, seguía asomado al precipicio. Llegó el invierno y el árbol, ya despojado de sus vestidos, las hojas que los vientos del otoño se llevaron, se dispuso a dormir.