Afortunadamente, un caballero se adelantó unos pasos colocándose entre ella y la reina, y siguieron su camino. Detrás, el grupo estaba formado por una veintena de elfos y elfas, se oían canciones lejanas y música de laúd y arpa. Pero Juana observó con gran extrañeza que las pisadas de los cascos de los enormes caballos, todos negros, no hacían ningún ruido. Al cabo de un rato que a la muchacha le pareció muy breve, apareció el segundo grupo de jinetes, con los caballos animados en un lento trotecillo. Este grupo resultaba mucho más curioso que el anterior. Supuso que se trataba de los guerreros elfos, pues iban vestidos con armaduras que despedían destellos verdes, como si la luz saliera del mismo metal bruñido. Espadas y lanzas, escudos y jabalinas refulgían como estrellas de plata. Algunos lucían yelmos coronados por impresionantes penachos, plumas flamígeras y cabezas de dragones y murciélagos. Otros llevaban los joviales rostros descubiertos y sus dientes también brillaban con una extraña blancura fosforescente. Los caballeros élficos gritaban y reían a carcajadas, y con ellos cabalgaban tanto en sus propios caballos como a las grupas de los de los hombres, hermosas damas ataviadas con vaporosos vestidos de cortesanas. En torno a ellos, por debajo de las largas patas de los caballos, sujetos a las crines y a las colas, dando brincos circenses, una tropa de hombrecillos grotescamente ataviados correteaba de aquí para allá, parloteando incomprensibles jerigonzas con voz chillona, cantando y soplando flautas de todos los tamaños y formas. Cuando desaparecieron por el recodo del camino que se internaba otra vez en el bosque, el silencio parecía sepulcral después de tal algarabía. Los minutos se alargaron ahora. El tiempo no avanzaba, y Juana comenzó a sospechar que todo había acabado, y ella había sido objeto de las bromas de los Elfos, incluido el hombre que dijo llamarse Tam. A punto estaba de levantarse cuando escuchó, esta vez claramente, el sonido de los cascos de los caballos. Pero en esta ocasión no eran elfos, sino seres de carne y hueso, a juzgar por el profundo retumbar de las pisadas de las bestias. Apareció por fin el tercer grupo, formado en su totalidad por hombres con los rostros al descubierto, serios, tristes y absolutamente silenciosos. Los caballos eran de distinta pelambre, y entre todos ellos destacaba un animal blanco montado por Tam, quien, como prometió, lucía en su frente una banda dorada.