DÍA CUARTO
Comenzar con la oración preparatoria para todos los días.
La sencillez, una máxima evangélica
¡Qué agradable a Dios es la sencillez! La Escritura dice que se deleita tratando con los más sencillos, con los sencillos de corazón, que proceden con toda sencillez y bondad (Pr 3, 32). ¿Queréis encontrar a Dios? Está con los sencillos.
Otra cosa que nos anima maravillosamente a la sencillez son aquellas palabras de nuestro Señor: «Te doy las gracias, Padre mío, porque la doctrina que yo he aprendido de tu divina majestad y que he esparcido entre los hombres, sólo es conocida por los sencillos y permites que no la entiendan los prudentes de este mundo; tú les has ocultado, si no las palabras, al menos su espíritu».
La sencillez en general equivale a la verdad, o a la pureza de intención: a la verdad, en cuanto que hace que nuestro pensamiento sea conforme con las palabras y con los otros signos que nos sirven de expresión; a la pureza de intención, en cuanto que hace que todos nuestros actos de virtud tiendan rectamente hacia Dios.
Pero cuando se toma la sencillez por una virtud especial y propiamente dicha, comprende no sólo la pureza y la verdad, sino también esa propiedad que tiene de apartar de nuestras palabras y acciones toda falsía, doblez y astucia.
La sencillez que se refiere a las palabras consiste en decir las cosas como las sentimos en el corazón, como las pensamos. Todo lo que no es esto, es doblez, apariencia, falsía, que son contrarias a la virtud de que estamos hablando, la cual quiere que se digan las cosas como son, sin dar muchas vueltas, hablando ingenuamente y sin malicia, y además con la pura intención de agradar a Dios.
En cuanto a la otra parte de la sencillez que se refiere a las acciones, consiste en obrar normalmente, con rectitud y siempre teniendo a Dios ante los ojos, en los negocios, en los cargos y en los ejercicios de piedad, excluyendo toda clase de hipocresía, de artificios y de vanas pretensiones.
Esta sencillez en las acciones no existe en aquellas personas que, por respeto humano, desean aparentar lo que no son; lo mismo que tampoco son simples o sencillos sus trajes. También va contra esta virtud tener unas habitaciones bien amuebladas, adornadas de imágenes, de cuadros, de muebles superfluos, tener un montón de libros para presumir, complacerse en cosas vanas e inútiles, en la abundancia de las necesarias cuando una basta, predicar con elegancia, con un estilo hinchado, y finalmente buscar en nuestros ejercicios otra finalidad distinta de Dios; todo esto va contra la sencillez cristiana en las acciones. (cf. Op. cit., nn. 769, 770, 774, 775, 778, 779).
Oración final. Oh benignísimo Jesús, tú viniste al mundo a enseñarnos la sencillez, para destruir el vicio contrario y educarnos con prudencia divina, para destruir la del mundo. Concédenos, Señor, una parte de esas virtudes que tú tuviste en un grado eminente. Llénanos a cada uno de nosotros de ese deseo de ser sencillos y hacernos prudentes con la prudencia cristiana. Amén.
Terminar con los gozos o himno a San Vicente.
Comenzar con la oración preparatoria para todos los días.
La sencillez, una máxima evangélica
¡Qué agradable a Dios es la sencillez! La Escritura dice que se deleita tratando con los más sencillos, con los sencillos de corazón, que proceden con toda sencillez y bondad (Pr 3, 32). ¿Queréis encontrar a Dios? Está con los sencillos.
Otra cosa que nos anima maravillosamente a la sencillez son aquellas palabras de nuestro Señor: «Te doy las gracias, Padre mío, porque la doctrina que yo he aprendido de tu divina majestad y que he esparcido entre los hombres, sólo es conocida por los sencillos y permites que no la entiendan los prudentes de este mundo; tú les has ocultado, si no las palabras, al menos su espíritu».
La sencillez en general equivale a la verdad, o a la pureza de intención: a la verdad, en cuanto que hace que nuestro pensamiento sea conforme con las palabras y con los otros signos que nos sirven de expresión; a la pureza de intención, en cuanto que hace que todos nuestros actos de virtud tiendan rectamente hacia Dios.
Pero cuando se toma la sencillez por una virtud especial y propiamente dicha, comprende no sólo la pureza y la verdad, sino también esa propiedad que tiene de apartar de nuestras palabras y acciones toda falsía, doblez y astucia.
La sencillez que se refiere a las palabras consiste en decir las cosas como las sentimos en el corazón, como las pensamos. Todo lo que no es esto, es doblez, apariencia, falsía, que son contrarias a la virtud de que estamos hablando, la cual quiere que se digan las cosas como son, sin dar muchas vueltas, hablando ingenuamente y sin malicia, y además con la pura intención de agradar a Dios.
En cuanto a la otra parte de la sencillez que se refiere a las acciones, consiste en obrar normalmente, con rectitud y siempre teniendo a Dios ante los ojos, en los negocios, en los cargos y en los ejercicios de piedad, excluyendo toda clase de hipocresía, de artificios y de vanas pretensiones.
Esta sencillez en las acciones no existe en aquellas personas que, por respeto humano, desean aparentar lo que no son; lo mismo que tampoco son simples o sencillos sus trajes. También va contra esta virtud tener unas habitaciones bien amuebladas, adornadas de imágenes, de cuadros, de muebles superfluos, tener un montón de libros para presumir, complacerse en cosas vanas e inútiles, en la abundancia de las necesarias cuando una basta, predicar con elegancia, con un estilo hinchado, y finalmente buscar en nuestros ejercicios otra finalidad distinta de Dios; todo esto va contra la sencillez cristiana en las acciones. (cf. Op. cit., nn. 769, 770, 774, 775, 778, 779).
Oración final. Oh benignísimo Jesús, tú viniste al mundo a enseñarnos la sencillez, para destruir el vicio contrario y educarnos con prudencia divina, para destruir la del mundo. Concédenos, Señor, una parte de esas virtudes que tú tuviste en un grado eminente. Llénanos a cada uno de nosotros de ese deseo de ser sencillos y hacernos prudentes con la prudencia cristiana. Amén.
Terminar con los gozos o himno a San Vicente.