María, Madre del Verbo encarnado, está situada en el centro mismo de aquella « enemistad », de aquella lucha que acompaña la historia de la humanidad en la tierra y la historia misma de la salvación. En este lugar ella, que pertenece a los « humildes y pobres del Señor », lleva en sí, como ningún otro entre los seres humanos, aquella « gloria de la gracia » que el Padre « nos agració en el Amado », y esta gracia determina la extraordinaria grandeza y belleza de todo su ser. María permanece así ante Dios, y también ante la humanidad entera, como el signo inmutable e inviolable de la elección por parte de Dios, de la que habla la Carta paulina: « Nos ha elegido en él (Cristo) antes de la fundación del mundo,... eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos » (Ef 1, 4.5). Esta elección es más fuerte que toda experiencia del mal y del pecado, de toda aquella « enemistad » con la que ha sido marcada la historia del hombre. En esta historia María sigue siendo una señal de esperanza segura.