Es posible, pues, afirmar que las facetas de la tercera y de la cuarta edad son tantas cuantos son los ancianos, y que cada persona prepara la propia manera de vivir la vejez durante toda la vida. En este sentido, la vejez crece con nosotros. Y la calidad de nuestra vejez dependerá sobre todo de nuestra capacidad de apreciar su sentido y su valor, tanto en el ámbito meramente humano como en el de la fe. Es necesario, por tanto, situar la vejez en el marco de un designio preciso de Dios que es amor, viviéndola como una etapa del camino por el cual Cristo nos lleva a la casa del Padre (cf. Jn 14, 2). Sólo a la luz de la fe, firmes en la esperanza que no engaña (cf. Rom 5, 5), seremos capaces de vivirla como don y como tarea, de manera verdaderamente cristiana. Ese es el secreto de la juventud espiritual, que se puede cultivar a pesar de los años. Linda, una mujer que vivió 106 años, dejó un lindo testimonio en este sentido. Con ocasión de su 101° cumpleaños, confiaba a una amiga: « Ya tengo 101 años, pero? sabes que soy fuerte? Físicamente estoy algo impedida, pero espiritualmente hago todo, no dejo que las cosas físicas me abrumen, no les hago caso. No es que viva la vejez porque no le hago caso: ella sigue por su camino, y yo la dejo. El único modo de vivirla bien es vivirla en Dios ».