A veces lleva las connotaciones de un cierto fatalismo: en tal caso, el sufrimiento, las limitaciones, las enfermedades, las pérdidas vinculadas con esta fase de la vida se consideran como un signo de Dios, ciertamente no benévolo, más bien como castigo. La comunidad eclesial tiene la responsabilidad de purificar ese fatalismo, haciendo evolucionar la religiosidad del anciano y dando una perspectiva de esperanza a su fe.