El Cenáculo sería ya digno de veneración solo por lo que ocurrió entre sus paredes aquella noche, pero además allí el Señor resucitado se apareció en dos ocasiones a los Apóstoles, que se habían escondido dentro con las puertas cerradas por miedo a los judíos (Cfr. Jn 20, 19-29); la segunda vez, Tomás rectificó su incredulidad con un acto de fe en la divinidad de Jesús: ¡Señor mío y Dios mío! (Jn 20, 28). Los Hechos de los Apóstoles nos han transmitido también que la Iglesia, en sus orígenes, se reunía en el Cenáculo, donde vivían Pedro, Juan, Santiago y Andrés, Felipe y Tomás, Bartolomé y Mateo, Santiago de Alfeo y Simón el Zelotes, y Judas el de Santiago. Todos ellos perseveraban unánimes en la oración, junto con algunas mujeres y con María, la madre de Jesús, y sus hermanos (Hch 1, 13-14). El día de Pentecostés, en aquella sala recibieron el Espíritu Santo, que les impulsó a ir y predicar la buena nueva.