Es el caso que el péndulo de la intolerancia se detuvo esta vez en los musulmanes. El califa Abderramán, deseoso de rendir un buen servicio a la fe islámica y de ir aumentando la presión sobre los cristianos para llevarlos al buen camino, acabó provocando una avalancha de martirios voluntarios que estaban creando una gran inquietud en el califato. Eran cada vez más los cristianos y cristianas que deseosos de ganar el cielo mediante el martirio, se presentaban a las autoridades islámicas a confesar su fe; por lo que no les quedaba a éstas más remedio que aplicarles la ley, condenándolos a la pena de muerte, a menudo acompañada de tanto mayores suplicios cuanto más se empecinaban estos mártires voluntarios en confesar su fe. Los débiles sucumbían al tormento y renegaban de la fe. Por eso los verdugos redoblaban las torturas por ver si les hacían abjurar, pero esos eran los menos.