Alarmado Abderramán por esta situación, convocó un concilio de los obispos y metropolitanos de la España sarracena, para que condenasen y anatematizasen a los que se presentaban voluntariamente al martirio. Toda la jerarquía eclesiástica se puso del lado de Abderramán, menos Eulogio y el obispo de Córdoba, Saulo. El concilio no se atrevió a ir ni contra las directrices de Abderramán ni contra la razón tan clara y ardientemente defendida por éstos. Emitió, por tanto, un decreto ambiguo, condenando lo que condenaba el sentido común.