LA PREDESTINACIÓN DE LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA
Rafael Campos García Calderón
En el gran misterio de la maternidad divina de María, madre de toda la humanidad doliente y corredentora[1] de nuestro Señor Jesucristo, existe un presupuesto teológico inimaginable para la mente humana. A pesar de ello, la teología católica ha reflexionado sobre este desde sus inicios y ha logrado esbozar algunas conclusiones razonables acerca de él. Nos referimos a la Elección de María como Madre de nuestro Salvador.
La Elección de María por parte de nuestro Padre Celestial ha sido interpretada por los teólogos como predestinación en el marco del proceso de salvación. Esto significa que Dios, en su divina omnisciencia, determinó mediante un acto voluntario el destino de la Virgen María como parte de su plan de salvación.
De esta manera, Dios Padre elige a María, desde antes de los tiempos, a ser la madre del Verbo encarnado, es decir, predetermina o predestina la vida de María para esta función específica. Ella es creada por Dios para realizar esta magna finalidad.[2] Por tal razón, la Epístola Apostólica Ineffabilis Deus[3], dedicada al dogma de la Inmaculada Concepción, del 8 de diciembre de 1854 pronunciada por el Papa Pío IX sostiene sin ambages que el inefable Dios: “ (..) Eligió y señaló, desde el principio y antes de los tiempos, una Madre, para que su unigénito Hijo, hecho de carne de ella, naciese, en la dichosa plenitud de los tiempos, y en tanto grado la amó por encima de todas las criaturas, que en sola ella se complació con señaladísima benevolencia”.[4]
Esta predestinación y elección que Dios Padre realiza sobre la persona de María es la causa directa de que ella haya sido producto de la Inmaculada Concepción y de que, a partir de esta condición, esté Llena de Gracia (κεχαριτωμένη/ kejaritoméne).
Así, pues, desde la teología inmanente, María es elegida para ser la Madre de Dios; mientras que, desde la teología económica, esa elección se actualiza, en primer término, en su Inmaculada Concepción. Ambos aspectos de la condición mariana se acoplan como el acto y la potencia, de suerte que la predestinación de María para ser Madre de Dios ya existe en acto en la omnisciencia divina desde toda la eternidad. Paralelamente, en el plano histórico, la Maternidad Divina de María se trasforma en un proceso que actualiza su divina condición mediante su Inmaculada Concepción. Esto significa que María no solo ha sido creada para ser la Madre de Dios, sino que, para serlo efectivamente, es decir, para serlo bajo la condición material de la historia humana, actualiza un conjunto de cualidades propias a su función materna.
Como se sabe, el Dogma de la Inmaculada Concepción sostiene que el alma de María fue creada en gracia, es decir, “exenta del pecado contraído por cada ser humano al nacer hijo de Adán.”[5] Así, como sostiene el mismo documento pontificio:[6] “Atestiguaron que la carne de la Virgen tomada de Adán no recibió las manchas de Adán, y, de consiguiente, que la Virgen Santísima es el tabernáculo creado por el mismo Dios, formado por el Espíritu Santo, y que es verdaderamente de púrpura, que el nuevo Beseleel elaboró con variadas labores de oro, y que Ella es, y con razón se la celebra, como la primera y exclusiva obra de Dios, y como la que salió ilesa de los igníferos dardos del maligno, y como la que hermosa por naturaleza y totalmente inocente, apareció al mundo como aurora brillantísima en su Concepción Inmaculada”.[7]
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Rafael Campos García Calderón
En el gran misterio de la maternidad divina de María, madre de toda la humanidad doliente y corredentora[1] de nuestro Señor Jesucristo, existe un presupuesto teológico inimaginable para la mente humana. A pesar de ello, la teología católica ha reflexionado sobre este desde sus inicios y ha logrado esbozar algunas conclusiones razonables acerca de él. Nos referimos a la Elección de María como Madre de nuestro Salvador.
La Elección de María por parte de nuestro Padre Celestial ha sido interpretada por los teólogos como predestinación en el marco del proceso de salvación. Esto significa que Dios, en su divina omnisciencia, determinó mediante un acto voluntario el destino de la Virgen María como parte de su plan de salvación.
De esta manera, Dios Padre elige a María, desde antes de los tiempos, a ser la madre del Verbo encarnado, es decir, predetermina o predestina la vida de María para esta función específica. Ella es creada por Dios para realizar esta magna finalidad.[2] Por tal razón, la Epístola Apostólica Ineffabilis Deus[3], dedicada al dogma de la Inmaculada Concepción, del 8 de diciembre de 1854 pronunciada por el Papa Pío IX sostiene sin ambages que el inefable Dios: “ (..) Eligió y señaló, desde el principio y antes de los tiempos, una Madre, para que su unigénito Hijo, hecho de carne de ella, naciese, en la dichosa plenitud de los tiempos, y en tanto grado la amó por encima de todas las criaturas, que en sola ella se complació con señaladísima benevolencia”.[4]
Esta predestinación y elección que Dios Padre realiza sobre la persona de María es la causa directa de que ella haya sido producto de la Inmaculada Concepción y de que, a partir de esta condición, esté Llena de Gracia (κεχαριτωμένη/ kejaritoméne).
Así, pues, desde la teología inmanente, María es elegida para ser la Madre de Dios; mientras que, desde la teología económica, esa elección se actualiza, en primer término, en su Inmaculada Concepción. Ambos aspectos de la condición mariana se acoplan como el acto y la potencia, de suerte que la predestinación de María para ser Madre de Dios ya existe en acto en la omnisciencia divina desde toda la eternidad. Paralelamente, en el plano histórico, la Maternidad Divina de María se trasforma en un proceso que actualiza su divina condición mediante su Inmaculada Concepción. Esto significa que María no solo ha sido creada para ser la Madre de Dios, sino que, para serlo efectivamente, es decir, para serlo bajo la condición material de la historia humana, actualiza un conjunto de cualidades propias a su función materna.
Como se sabe, el Dogma de la Inmaculada Concepción sostiene que el alma de María fue creada en gracia, es decir, “exenta del pecado contraído por cada ser humano al nacer hijo de Adán.”[5] Así, como sostiene el mismo documento pontificio:[6] “Atestiguaron que la carne de la Virgen tomada de Adán no recibió las manchas de Adán, y, de consiguiente, que la Virgen Santísima es el tabernáculo creado por el mismo Dios, formado por el Espíritu Santo, y que es verdaderamente de púrpura, que el nuevo Beseleel elaboró con variadas labores de oro, y que Ella es, y con razón se la celebra, como la primera y exclusiva obra de Dios, y como la que salió ilesa de los igníferos dardos del maligno, y como la que hermosa por naturaleza y totalmente inocente, apareció al mundo como aurora brillantísima en su Concepción Inmaculada”.[7]
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