Arzobispado
Desde el momento en que fue consagrado, una transformación radical se operó en el nuevo primado ante la estupefacción general de todo el reino. El cortesano alegre y amante de los placeres dio paso a un prelado austero y piadoso con ropas de monje agustino y dispuesto a sostener hasta la muerte la causa de la jerarquía eclesiástica. Repartió entre los pobres sus riquezas, acogía en su propia casa a los necesitados, lavaba los pies a los pobres a diario e incluso lloraba al celebrar la Misa. El rey empezó a darse cuenta de su error y a apoyarse cada vez más en el obispo de Londres, Gilbert Foliot, que resultó ser el verdadero partidario de la autonomía de la Iglesia de Inglaterra y no Thomas Becket.
Ante el cisma que dividía a la Iglesia, Becket se inclinó a favor del papa Alejandro III que sustentaba los mismos principios jerárquicos, y recibió el palium o estola de Alejandro en el concilio de Tours.
De regreso a Inglaterra, Becket empezó a poner en práctica el proyecto que había preparado: liberar a la Iglesia de Inglaterra de las limitaciones que él mismo había consentido aplicar. Su objetivo era doble: abolición completa de toda jurisdicción civil sobre la Iglesia, con el control no compartido por el clero, libertad de elección de sus prelados y la adquisición y seguridad de la propiedad como un fondo independiente.
El rey comprendió rápidamente el resultado inevitable que esta actitud del arzobispo comportaba y convocó al clero en Westminster el 11 de octubre de 1163, exigiendo la derogación de todas las demandas de excepción jurídica civil y reconociendo la igualdad de todos los individuos ante la ley. La alta prelatura se hallaba dispuesta a admitir las peticiones del rey, a lo que se negó firmemente el arzobispo. Enrique no estaba dispuesto a mantener una disputa abierta y propuso un acuerdo apelando a las costumbres del pasado. Tomás aceptó este acuerdo, aunque con ciertas reservas respecto a la salvaguarda de los derechos de la Iglesia; no hubo consenso y la cuestión quedó sin resolver. Enrique II, insatisfecho, abandonó Londres.
Desde el momento en que fue consagrado, una transformación radical se operó en el nuevo primado ante la estupefacción general de todo el reino. El cortesano alegre y amante de los placeres dio paso a un prelado austero y piadoso con ropas de monje agustino y dispuesto a sostener hasta la muerte la causa de la jerarquía eclesiástica. Repartió entre los pobres sus riquezas, acogía en su propia casa a los necesitados, lavaba los pies a los pobres a diario e incluso lloraba al celebrar la Misa. El rey empezó a darse cuenta de su error y a apoyarse cada vez más en el obispo de Londres, Gilbert Foliot, que resultó ser el verdadero partidario de la autonomía de la Iglesia de Inglaterra y no Thomas Becket.
Ante el cisma que dividía a la Iglesia, Becket se inclinó a favor del papa Alejandro III que sustentaba los mismos principios jerárquicos, y recibió el palium o estola de Alejandro en el concilio de Tours.
De regreso a Inglaterra, Becket empezó a poner en práctica el proyecto que había preparado: liberar a la Iglesia de Inglaterra de las limitaciones que él mismo había consentido aplicar. Su objetivo era doble: abolición completa de toda jurisdicción civil sobre la Iglesia, con el control no compartido por el clero, libertad de elección de sus prelados y la adquisición y seguridad de la propiedad como un fondo independiente.
El rey comprendió rápidamente el resultado inevitable que esta actitud del arzobispo comportaba y convocó al clero en Westminster el 11 de octubre de 1163, exigiendo la derogación de todas las demandas de excepción jurídica civil y reconociendo la igualdad de todos los individuos ante la ley. La alta prelatura se hallaba dispuesta a admitir las peticiones del rey, a lo que se negó firmemente el arzobispo. Enrique no estaba dispuesto a mantener una disputa abierta y propuso un acuerdo apelando a las costumbres del pasado. Tomás aceptó este acuerdo, aunque con ciertas reservas respecto a la salvaguarda de los derechos de la Iglesia; no hubo consenso y la cuestión quedó sin resolver. Enrique II, insatisfecho, abandonó Londres.