Labor pastoral
Allí se dedicó a lograr el progreso espiritual de sus fieles. La ciudad había quedado sin arzobispo durante seis años, de 1575 a 1581 y estaba en una grave decadencia espiritual con un sistema en que el régimen de patronato facultaba a los virreyes a intervenir en asuntos eclesiásticos, dando origen a frecuentes disputas entre el poder espiritual y el temporal, por lo cual los conquistadores cometían muchos abusos y los sacerdotes no se atrevían a corregirlos. Muchos para excusarse del mal que estaban haciendo, decían que «esa era la costumbre». Toribio de Mogrovejo les respondía que «Cristo es verdad y no costumbre», y empezó a atacar fuertemente todos los vicios y escándalos. Las medidas que tomó contra los abusos que se cometían le atrajeron muchas persecuciones y atroces calumnias. Sin embargo, prefirió callar y solía decir: «Al único que es necesario siempre tener contento es a Nuestro Señor».
Toribio de Mogrovejo se destacó por su fuerza de trabajo. Desde muy de madrugada ya estaba levantado y repetía frecuentemente: «Nuestro gran tesoro es el momento presente. Tenemos que aprovecharlo para ganarnos con él la vida eterna. El Señor Dios nos tomará estricta cuenta del modo como hemos empleado nuestro tiempo». Su generosidad lo llevaba a repartir a los pobres todo lo que poseía. Un día al regalarle sus camisas a un necesitado le recomendó: «Váyase rápido, no sea que llegue mi hermana y no permita que Ud. se lleve la ropa que tengo para cambiarme».
Son abundantes los testimonios de su caridad, entrega y desinterés total por lo material: antes de poner su firma a cualquier decreto que lo requiriese, anteponía la palabra «gratis». En una ocasión, cuando se desató una terrible peste en la ciudad que causó innumerables muertos y enfermos, muchos de ellos pobres que abarrotaban los hospitales, le mandó decir a su cuñado Francisco Quiñones, alcalde de Lima, que gastase todo su dinero en socorrerlos y que si faltaba, que pidiese prestado que luego él lo devolvería. En otra ocasión, un altercado gravísimo entre dos nobles limeños terminó con la condena a muerte de uno de ellos. Solo el perdón del otro, que los ruegos de medio Lima no consiguieron, podía salvar de la ejecución al condenado. Ya a punto de realizarse el ajusticiamiento, el arzobispo de Lima fue a buscar al ofendido, se arrodilló a sus pies y suplicó por su perdón como si fuera para él mismo. Obtuvo el perdón.
Fue, además, uno de los eclesiásticos contrarios a las corridas de toros. Mandaba cerrar las ventanas de su casa cuando había corridas en la plaza, que es donde antes se hacían, y prohibió a su familia asistir a ellas. La Iglesia solía oponerse a estas tanto por el peligro de morir sin confesión al que se exponían los hombres combatientes, como por la promiscuidad pecaminosa que existía entre hombres y mujeres en las gradas, que le escandalizaba.
Respecto a su labor pastoral entre los pueblos indígenas, buscaba la manera de hacerse entender por estos, bien fuera aprendiendo y hablándoles en su propia lengua o, cuando la lengua de estos le era desconocida, buscando otras maneras, como varias veces le sucedió. Su interés por los indígenas no se limitaba a la evangelización, pues se empeñó en mejorar sus condiciones de vida, especialmente de aquellos empleados en las grandes propiedades rurales y en las minas. Reivindicó que sus derechos fuesen debidamente respetados por los españoles y que hubiese verdadera armonía entre las clases sociales, como preconizaba la Escuela de Salamanca, que había conocido en sus años de estudio en España.
Convocó y presidió el III Concilio Limense (1582-1583), al cual asistieron prelados de toda Hispanoamérica, y en el que se trataron asuntos relativos a la evangelización de los indígenas. De esta asamblea se obtuvieron importantes normas de pastoral, como la predicación en las lenguas nativas, para lo cual fue creada una facultad de lenguas nativas en la Universidad de San Marcos y la catequesis a los esclavos negros, así como la impresión del catecismo en idiomas castellano, quechua y aimara que se constituirían en los primeros textos impresos en Sudamérica.
Allí se dedicó a lograr el progreso espiritual de sus fieles. La ciudad había quedado sin arzobispo durante seis años, de 1575 a 1581 y estaba en una grave decadencia espiritual con un sistema en que el régimen de patronato facultaba a los virreyes a intervenir en asuntos eclesiásticos, dando origen a frecuentes disputas entre el poder espiritual y el temporal, por lo cual los conquistadores cometían muchos abusos y los sacerdotes no se atrevían a corregirlos. Muchos para excusarse del mal que estaban haciendo, decían que «esa era la costumbre». Toribio de Mogrovejo les respondía que «Cristo es verdad y no costumbre», y empezó a atacar fuertemente todos los vicios y escándalos. Las medidas que tomó contra los abusos que se cometían le atrajeron muchas persecuciones y atroces calumnias. Sin embargo, prefirió callar y solía decir: «Al único que es necesario siempre tener contento es a Nuestro Señor».
Toribio de Mogrovejo se destacó por su fuerza de trabajo. Desde muy de madrugada ya estaba levantado y repetía frecuentemente: «Nuestro gran tesoro es el momento presente. Tenemos que aprovecharlo para ganarnos con él la vida eterna. El Señor Dios nos tomará estricta cuenta del modo como hemos empleado nuestro tiempo». Su generosidad lo llevaba a repartir a los pobres todo lo que poseía. Un día al regalarle sus camisas a un necesitado le recomendó: «Váyase rápido, no sea que llegue mi hermana y no permita que Ud. se lleve la ropa que tengo para cambiarme».
Son abundantes los testimonios de su caridad, entrega y desinterés total por lo material: antes de poner su firma a cualquier decreto que lo requiriese, anteponía la palabra «gratis». En una ocasión, cuando se desató una terrible peste en la ciudad que causó innumerables muertos y enfermos, muchos de ellos pobres que abarrotaban los hospitales, le mandó decir a su cuñado Francisco Quiñones, alcalde de Lima, que gastase todo su dinero en socorrerlos y que si faltaba, que pidiese prestado que luego él lo devolvería. En otra ocasión, un altercado gravísimo entre dos nobles limeños terminó con la condena a muerte de uno de ellos. Solo el perdón del otro, que los ruegos de medio Lima no consiguieron, podía salvar de la ejecución al condenado. Ya a punto de realizarse el ajusticiamiento, el arzobispo de Lima fue a buscar al ofendido, se arrodilló a sus pies y suplicó por su perdón como si fuera para él mismo. Obtuvo el perdón.
Fue, además, uno de los eclesiásticos contrarios a las corridas de toros. Mandaba cerrar las ventanas de su casa cuando había corridas en la plaza, que es donde antes se hacían, y prohibió a su familia asistir a ellas. La Iglesia solía oponerse a estas tanto por el peligro de morir sin confesión al que se exponían los hombres combatientes, como por la promiscuidad pecaminosa que existía entre hombres y mujeres en las gradas, que le escandalizaba.
Respecto a su labor pastoral entre los pueblos indígenas, buscaba la manera de hacerse entender por estos, bien fuera aprendiendo y hablándoles en su propia lengua o, cuando la lengua de estos le era desconocida, buscando otras maneras, como varias veces le sucedió. Su interés por los indígenas no se limitaba a la evangelización, pues se empeñó en mejorar sus condiciones de vida, especialmente de aquellos empleados en las grandes propiedades rurales y en las minas. Reivindicó que sus derechos fuesen debidamente respetados por los españoles y que hubiese verdadera armonía entre las clases sociales, como preconizaba la Escuela de Salamanca, que había conocido en sus años de estudio en España.
Convocó y presidió el III Concilio Limense (1582-1583), al cual asistieron prelados de toda Hispanoamérica, y en el que se trataron asuntos relativos a la evangelización de los indígenas. De esta asamblea se obtuvieron importantes normas de pastoral, como la predicación en las lenguas nativas, para lo cual fue creada una facultad de lenguas nativas en la Universidad de San Marcos y la catequesis a los esclavos negros, así como la impresión del catecismo en idiomas castellano, quechua y aimara que se constituirían en los primeros textos impresos en Sudamérica.