LÉXICO - LAS COSAS Y SUS NOMBRES - LA FRASE - EL REFRÁN - FIESTAS
TEMAS DEL DIA EN EL ALMANAQUE
El Almanaque es un medio abierto a todas las opiniones. La opinión de los artículos es responsabilidad de sus autores
LÉXICO: MEDICINA - EDUCACIÓN - RELIGIÓN - DERECHO-POLÍTICA - AMOR Y SEXO - ECOLOGÍA
TEMA DEL DIA - PROLONGAR LA VIDA CON SANGRE AJENA
No le vienen de regalo a la sangre las connotaciones religiosas; antes al contrario, si hay algo de por sí profundamente religioso o sagrado, es la sangre. Dejé apuntado que las reglas de la derivación léxica nos autorizan a sospechar que en la raíz helénica de nuestra cultura, se llamaba mortal al que estaba destinado a la muerte, al sacrificio; que el inmortal era aquel a quien no no se le daba muerte; y que el elixir de la inmortalidad, la ambrosía, era muy probablemente la sangre de los mortales.
Abona esta inferencia léxica el hecho de que en todos los ritos sacrificiales, la sangre es ofrecida en libación a los dioses (a los inmortales; tendremos que detenernos también en el significado de la libación) y está rigurosamente prohibida a los mortales. El sacrificio de la Misa es una excepción a esta regla, como lo es la misma naturaleza en realidad “incruenta” de este sacrificio. El análisis antropológico de estos fenómenos nos lleva a inferir que creció la sacralización de la sangre y su reducción a gran tabú, en la medida en que retrocedían las prácticas antropofágicas, que tuvieron sus últimos reductos precisamente en los ritos.
En ellos la sangre, es decir el principio de vida, era prerrogativa de los dioses inmortales; lo mortal, la carne, quedaba para los mortales. Si llegamos hasta la naturaleza profunda de los sacrificios, no nos costará descubrir en ellos una clara jerarquización en razón de la nobleza de la víctima; porque en la cumbre de esa jerarquía está el hombre: la más noble y más apetecida de las víctimas. Eso sitúa a los demás animales que se sacrifican en el altar de los dioses como indignos sucedáneos de la víctima per se, el hombre.
El parentesco léxico de la víctima con el victus (alimento) y con la victoria por una parte, y el hecho de que sólo a partir del momento en que el hombre se hizo ganadero de otras especies, pudo ser suplantado en el altar de los sacrificios por estos otros animales (es oportuno señalar la obviedad de que sólo se ofrece en sacrificio el animal de rebaño, nunca el de caza, que es sacrificado sobre el terreno en el momento de cazarlo, nunca sobre el altar); estos dos hechos colocan al hombre no sólo como la víctima preferida, sino también como la más antigua y genuina.
De su carne se alimentan los mortales, y de su sangre los inmortales. De ahí que la ley de Moisés represente un salto cualitativo importantísimo respecto a los demás pueblos de la zona, al proscribir los sacrificios humanos como la mayor de las abominaciones, y castigando de igual modo el culto a los dioses sedientos de sangre humana.
Es que es inherente a la especie humana “caída”, que la hembra sea productora de los únicos productos consumibles; que el macho gregario (mortal per se), sea un simple producto de consumo, es decir una víctima, o el victus, el alimento por excelencia; y que el macho dominante sea el sacrificador (pater parece que fue en toda la familia indoeuropea no tanto el engendrador como el sacerdote de la familia, cuya más alta prerrogativa era la de sacrificador nunca sacrificado, inmortal por tanto). Es que el primer animal cautivo del hombre es el mismo hombre; y por tanto es el hombre la primera víctima (en oposición a pieza de caza) de que se alimenta. De su carne y de su sangre. Pero con especial devoción de su sangre, porque si derramándose ésta se derrama la vida, aquel que la bebe, es vida lo que bebe. Lo que para la víctima es mortalidad, para quien bebe su sangre es inmortalidad.
De ahí que para los mortales fuese tabú la sangre, porque era salvoconducto para la vida eterna, para la inmortalidad, que les estaba rigurosamente vedada. Era propio de los mortales morir; y pretender evadirse de su condición mortal constituía la peor transgresión. Les estaba vedada la sangre, porque les estaba prohibida la inmortalidad. Una vez asentado el tabú de la sangre humana, un tabú que tenemos tan profundamente asimilado como el del incesto, difícilmente encontraríamos alguien a quien su conciencia le permitiese beber sangre humana, aunque fuese para salvar la vida; aunque la sangre que bebiese, le fuese donada graciosamente. ¿Pero y si en vez de bebérsela se le inyecta en las venas" ¡Ah, eso es distinto! Eso tiene además un nombre hermoso y digno. Eso no es beberse la sangre de nadie, sino algo tan espiritual y sutil como transfundirla. ¡Qué cosas!, ¿no?
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No le vienen de regalo a la sangre las connotaciones religiosas; antes al contrario, si hay algo de por sí profundamente religioso o sagrado, es la sangre. Dejé apuntado que las reglas de la derivación léxica nos autorizan a sospechar que en la raíz helénica de nuestra cultura, se llamaba mortal al que estaba destinado a la muerte, al sacrificio; que el inmortal era aquel a quien no no se le daba muerte; y que el elixir de la inmortalidad, la ambrosía, era muy probablemente la sangre de los mortales.
Abona esta inferencia léxica el hecho de que en todos los ritos sacrificiales, la sangre es ofrecida en libación a los dioses (a los inmortales; tendremos que detenernos también en el significado de la libación) y está rigurosamente prohibida a los mortales. El sacrificio de la Misa es una excepción a esta regla, como lo es la misma naturaleza en realidad “incruenta” de este sacrificio. El análisis antropológico de estos fenómenos nos lleva a inferir que creció la sacralización de la sangre y su reducción a gran tabú, en la medida en que retrocedían las prácticas antropofágicas, que tuvieron sus últimos reductos precisamente en los ritos.
En ellos la sangre, es decir el principio de vida, era prerrogativa de los dioses inmortales; lo mortal, la carne, quedaba para los mortales. Si llegamos hasta la naturaleza profunda de los sacrificios, no nos costará descubrir en ellos una clara jerarquización en razón de la nobleza de la víctima; porque en la cumbre de esa jerarquía está el hombre: la más noble y más apetecida de las víctimas. Eso sitúa a los demás animales que se sacrifican en el altar de los dioses como indignos sucedáneos de la víctima per se, el hombre.
El parentesco léxico de la víctima con el victus (alimento) y con la victoria por una parte, y el hecho de que sólo a partir del momento en que el hombre se hizo ganadero de otras especies, pudo ser suplantado en el altar de los sacrificios por estos otros animales (es oportuno señalar la obviedad de que sólo se ofrece en sacrificio el animal de rebaño, nunca el de caza, que es sacrificado sobre el terreno en el momento de cazarlo, nunca sobre el altar); estos dos hechos colocan al hombre no sólo como la víctima preferida, sino también como la más antigua y genuina.
De su carne se alimentan los mortales, y de su sangre los inmortales. De ahí que la ley de Moisés represente un salto cualitativo importantísimo respecto a los demás pueblos de la zona, al proscribir los sacrificios humanos como la mayor de las abominaciones, y castigando de igual modo el culto a los dioses sedientos de sangre humana.
Es que es inherente a la especie humana “caída”, que la hembra sea productora de los únicos productos consumibles; que el macho gregario (mortal per se), sea un simple producto de consumo, es decir una víctima, o el victus, el alimento por excelencia; y que el macho dominante sea el sacrificador (pater parece que fue en toda la familia indoeuropea no tanto el engendrador como el sacerdote de la familia, cuya más alta prerrogativa era la de sacrificador nunca sacrificado, inmortal por tanto). Es que el primer animal cautivo del hombre es el mismo hombre; y por tanto es el hombre la primera víctima (en oposición a pieza de caza) de que se alimenta. De su carne y de su sangre. Pero con especial devoción de su sangre, porque si derramándose ésta se derrama la vida, aquel que la bebe, es vida lo que bebe. Lo que para la víctima es mortalidad, para quien bebe su sangre es inmortalidad.
De ahí que para los mortales fuese tabú la sangre, porque era salvoconducto para la vida eterna, para la inmortalidad, que les estaba rigurosamente vedada. Era propio de los mortales morir; y pretender evadirse de su condición mortal constituía la peor transgresión. Les estaba vedada la sangre, porque les estaba prohibida la inmortalidad. Una vez asentado el tabú de la sangre humana, un tabú que tenemos tan profundamente asimilado como el del incesto, difícilmente encontraríamos alguien a quien su conciencia le permitiese beber sangre humana, aunque fuese para salvar la vida; aunque la sangre que bebiese, le fuese donada graciosamente. ¿Pero y si en vez de bebérsela se le inyecta en las venas" ¡Ah, eso es distinto! Eso tiene además un nombre hermoso y digno. Eso no es beberse la sangre de nadie, sino algo tan espiritual y sutil como transfundirla. ¡Qué cosas!, ¿no?