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Sus altos cargos en Roma y la dureza con la cual corregía ciertos defectos de la alta clase social le trajeron envidias, que se recrudecieron cuando falleció su protector el papa Dámaso. Sintiéndose incomprendido y hasta calumniado en Roma, donde no aceptaban su modo enérgico de corrección, dispuso alejarse de ahí para siempre y se fue a Tierra Santa, llegando a Antioquía en agosto del año 385 acompañado de su hermano Pauliniano y de algunos amigos. Jerónimo obedecía así un canon del Concilio de Nicea que establecía que los sacerdotes estuvieran en sus diócesis de origen. Fue seguido poco después por santa Paula y Eustoquia, resueltas a abandonar su entorno patricio para acabar sus días en Tierra Santa. Los peregrinos, recibidos por el obispo Paulino de Antioquía, visitaron Jerusalén, Belén y los santos lugares de Galilea. Se encontraron con Melania la Vieja y Rufino de Aquilea, amigo de la juventud, en Jerusalén, donde llevaban una vida de penitencia y oración en monasterios que Jerónimo cita en sus Cartas. En un comentario de Sofonías (profeta) I: 15, retomó la acusación de deicidio contra los judíos formulada en el corpus de los patrístico: «Este día es un día de furor, un día de angustia y de aprieto, un día de alboroto y desolación, un día de nubes y de sombras...» Y menciona el hábito de los judíos de ir a llorar al Muro de las lamentaciones: «Hasta este día, estos inquilinos hipócritas tienen prohibido venir a Jerusalén, ya que son los asesinos de los profetas y sobre todo del último entre ellos, el Hijo de Dios; a menos que vengan a llorar, porque se les dio permiso para lamentarse sobre las ruinas de la villa, mediante pago».
Durante el invierno de 385 a 386, Jerónimo y Paula parten a Egipto, pues allí estaba la cuna de los grandes modelos de vida ascética. En Alejandría, Jerónimo pudo volver a ver al catequista Dídimo el Ciego explicar al profeta Oseas y contar los recuerdos que tenía del asceta Antonio el Grande, fallecido treinta años antes.
En el año 386 regresó a Belén, donde fundó una comunidad de ascetas y estudiosos y pasó sus últimos 35 años en una gruta. Dicha cueva se encuentra actualmente en el foso de la Iglesia de Santa Catalina en Belén. Varias de las ricas matronas romanas, que él había convertido con sus predicaciones y consejos, vendieron sus bienes y se fueron también a Belén a seguir bajo su dirección espiritual. Con el dinero de esas señoras construyó en aquella ciudad un convento para hombres y tres para mujeres, y una posada para atender a los peregrinos que llegaban de todas partes del mundo a visitar el sitio donde nació Jesús de Nazaret.
Construyó y desarrolló su monasterio durante tres años gracias a los medios de que le proveyó Paula. Ella dirigía el monasterio de mujeres y Jerónimo el de hombres, aunque él asumía la dirección espiritual tanto de los hombres como de las mujeres a través de la exégesis de las Escrituras, cuya exposición tenía un lugar prominente en la vida comunitaria regulada por Jerónimo. Jerónimo asimilaba la Biblia a Cristo y escribió: «Ama las Santas Escrituras y la sabiduría te amará, es preciso que tu lengua no conozca más que a Cristo, que no pueda decir sino lo que es santo». Y mostró cualidades de pedagogo al escribir un manual de educación para la nieta de Paula: «Que se le hagan letras de boj o marfil, y que las llame por su nombre; que se divierta con ello, de forma que su diversión le sea también una enseñanza..., que juntar sílabas le merezca una recompensa, que así se la estimulará con los pequeños regalos que pueden deleitar en esa edad». Y continúan sus consejos: «Que tenga compañeros de estudios que pueda envidiar, cuyo elogio la incite. Que no se le regañe si ella es un poco lenta, sino se estimule su mente con los cumplidos; que descubra la alegría en el éxito y el fracaso en los problemas. Asegúrese especialmente de que no tome disgusto en los estudios, porque la amargura que se siente en la infancia podría durar más allá de los años de aprendizaje».
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Sus altos cargos en Roma y la dureza con la cual corregía ciertos defectos de la alta clase social le trajeron envidias, que se recrudecieron cuando falleció su protector el papa Dámaso. Sintiéndose incomprendido y hasta calumniado en Roma, donde no aceptaban su modo enérgico de corrección, dispuso alejarse de ahí para siempre y se fue a Tierra Santa, llegando a Antioquía en agosto del año 385 acompañado de su hermano Pauliniano y de algunos amigos. Jerónimo obedecía así un canon del Concilio de Nicea que establecía que los sacerdotes estuvieran en sus diócesis de origen. Fue seguido poco después por santa Paula y Eustoquia, resueltas a abandonar su entorno patricio para acabar sus días en Tierra Santa. Los peregrinos, recibidos por el obispo Paulino de Antioquía, visitaron Jerusalén, Belén y los santos lugares de Galilea. Se encontraron con Melania la Vieja y Rufino de Aquilea, amigo de la juventud, en Jerusalén, donde llevaban una vida de penitencia y oración en monasterios que Jerónimo cita en sus Cartas. En un comentario de Sofonías (profeta) I: 15, retomó la acusación de deicidio contra los judíos formulada en el corpus de los patrístico: «Este día es un día de furor, un día de angustia y de aprieto, un día de alboroto y desolación, un día de nubes y de sombras...» Y menciona el hábito de los judíos de ir a llorar al Muro de las lamentaciones: «Hasta este día, estos inquilinos hipócritas tienen prohibido venir a Jerusalén, ya que son los asesinos de los profetas y sobre todo del último entre ellos, el Hijo de Dios; a menos que vengan a llorar, porque se les dio permiso para lamentarse sobre las ruinas de la villa, mediante pago».
Durante el invierno de 385 a 386, Jerónimo y Paula parten a Egipto, pues allí estaba la cuna de los grandes modelos de vida ascética. En Alejandría, Jerónimo pudo volver a ver al catequista Dídimo el Ciego explicar al profeta Oseas y contar los recuerdos que tenía del asceta Antonio el Grande, fallecido treinta años antes.
En el año 386 regresó a Belén, donde fundó una comunidad de ascetas y estudiosos y pasó sus últimos 35 años en una gruta. Dicha cueva se encuentra actualmente en el foso de la Iglesia de Santa Catalina en Belén. Varias de las ricas matronas romanas, que él había convertido con sus predicaciones y consejos, vendieron sus bienes y se fueron también a Belén a seguir bajo su dirección espiritual. Con el dinero de esas señoras construyó en aquella ciudad un convento para hombres y tres para mujeres, y una posada para atender a los peregrinos que llegaban de todas partes del mundo a visitar el sitio donde nació Jesús de Nazaret.
Construyó y desarrolló su monasterio durante tres años gracias a los medios de que le proveyó Paula. Ella dirigía el monasterio de mujeres y Jerónimo el de hombres, aunque él asumía la dirección espiritual tanto de los hombres como de las mujeres a través de la exégesis de las Escrituras, cuya exposición tenía un lugar prominente en la vida comunitaria regulada por Jerónimo. Jerónimo asimilaba la Biblia a Cristo y escribió: «Ama las Santas Escrituras y la sabiduría te amará, es preciso que tu lengua no conozca más que a Cristo, que no pueda decir sino lo que es santo». Y mostró cualidades de pedagogo al escribir un manual de educación para la nieta de Paula: «Que se le hagan letras de boj o marfil, y que las llame por su nombre; que se divierta con ello, de forma que su diversión le sea también una enseñanza..., que juntar sílabas le merezca una recompensa, que así se la estimulará con los pequeños regalos que pueden deleitar en esa edad». Y continúan sus consejos: «Que tenga compañeros de estudios que pueda envidiar, cuyo elogio la incite. Que no se le regañe si ella es un poco lenta, sino se estimule su mente con los cumplidos; que descubra la alegría en el éxito y el fracaso en los problemas. Asegúrese especialmente de que no tome disgusto en los estudios, porque la amargura que se siente en la infancia podría durar más allá de los años de aprendizaje».
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