Arzobispo de Milán
Como arzobispo de Milán, de donde fue preconizado el 12 de mayo de 1564, quiso implantar cuanto antes en su diócesis las reformas tridentinas. Envió como vicario general a Nicolás Ormaneto con el encargo, entre otros, de abrir un seminario diocesano, cuya dirección y profesores (en número de 30) obtuvo del general de los jesuitas, Diego Laínez. Para la reunión del concilio provincial, prescrito por Trento, solicitó permiso de Pío IV para ir a celebrarlo personalmente. Hizo la entrada solemne en Milán el 23 de septiembre de 1565. En su viaje de vuelta a Roma, recibió noticias alarmantes sobre la salud de su tío. Apresuró entonces el paso y a duras penas llegó a tiempo para administrarle los últimos sacramentos y recibir su postrer suspiro (9 de diciembre de 1565).
Celebrado el cónclave del que después de tres semanas salió elegido Pío V, el 7 de enero de 1566, trató en seguida de reintegrarse a su diócesis, a la que efectivamente llegó el 5 de abril de 1566. Milán era una de las diócesis más importantes de Italia y llevaba largo tiempo abandonada por sus pastores. Comenzó en seguida una reorganización de la diócesis, dividiéndola en 12 circunscripciones. Creó el puesto de vicario general, hizo más ágiles los servicios judiciales y cancillerescos, y veló especialmente por la integridad de los funcionarios y la gratuidad de los servicios. Urgió el cumplimiento de lo prescrito en el concilio provincial referente a la redacción de los libros parroquiales (bautismo, confirmación, matrimonio y sepultura), y al liber status animarum (enumeración de las casas de la parroquia, con el número y edad de sus habitantes; inmigrantes y emigrantes, etc.). En 1574 dio normas precisas sobre el modo de llevar estos libros y ordenó el envío anual de un ejemplar al arzobispado. En el cuarto concilio provincial mandó que cada párroco hiciera listas nominales de 35 categorías de cristianos de su parroquia. Por estas y parecidas medidas, Carlos puede ser considerado como un precursor de la estadística religiosa. Sus colaboradores y familiares estaban sometidos a una disciplina casi claustral. Inspirándose en los modelos de san Ignacio, compuso reglas especiales para cada oficio. Los actos piadosos del día confiados a la dirección de un prefecto de espíritu, estaban minuciosamente establecidos. De aquella escuela salieron hombres notables que luego desempeñaron altos cargos eclesiásticos: obispos o nuncios.
Pero su principal preocupación fue la formación de un clero capaz y virtuoso. Por eso dedicó al seminario su atención preferente. También abrió una casa para vocaciones tardías. Para atender mejor a las necesidades pastorales de la diócesis, fundó la Congregación de Oblatos de San Ambrosio, sacerdotes al servicio del ordinario, pero de vida común y dispuestos a ir a donde se les enviase. Cuidó asimismo de la educación de la juventud y fundó el Colegio Helvético para suizos católicos; el Colegio Borromeo en Pavía; el Colegio de Nobles de Milán; la Universidad de Brera, confiada a los jesuitas, etc. En el aspecto social, creó obras de beneficencia y de rehabilitación: asilo de arrepentidas, orfanatos, asilos nocturnos, etc.
Aunque era de carácter autoritario e intransigente, supo organizar la acción apostólica de la diócesis utilizando los cuadros de las órdenes religiosas. Los barnabitas colaboraron muy estrechamente con él, hasta el punto de que le consideraban como su segundo fundador. Con los jesuitas mantuvo excelentes relaciones, fuera de algún caso aislado, por ejemplo, con los generales de la Compañía de Jesús tuvo cierta tirantez por negarse estos a darle todas las personas que él pedía, entre las que figuraba Roberto Belarmino, futuro cardenal. En 1566, el arzobispo de Milán, introdujo las primeras ursulinas en su diócesis, pero con la diferencia de que estas debían estar sujetas al obispo diocesano y para quienes había mandado redactar una Regla de vida dando origen a las Ursulinas de San Carlos.
A los trabajos de la administración central de la diócesis, añadió las visitas pastorales de los extensos territorios de su jurisdicción, que abarcaba también parte de los cantones suizos, y otras misiones pontificias. Intervino activamente en los cónclaves de Pío V y Gregorio XIII para asegurar una elección digna. En fin, fue un celoso pastor y un obispo reformado y reformador según el concilio de Trento.
En relación con los gobernadores de Milán, al principio se llevó bien con el efímero Álvaro de Sauder, pero luego bastante mal con su sucesor Luis de Zúñiga y Requesens y, desde que lo sucedió a su vez en 1573 el marqués Antonio de Zúñiga y Sotomayor, III. er marqués de Ayamonte, tuvo serios encuentros de jurisdicción, motivados por las opuestas tendencias político-eclesiásticas de aquella época. Pero siempre procedió con pureza de intención en el servicio de la Iglesia.
Como arzobispo de Milán, de donde fue preconizado el 12 de mayo de 1564, quiso implantar cuanto antes en su diócesis las reformas tridentinas. Envió como vicario general a Nicolás Ormaneto con el encargo, entre otros, de abrir un seminario diocesano, cuya dirección y profesores (en número de 30) obtuvo del general de los jesuitas, Diego Laínez. Para la reunión del concilio provincial, prescrito por Trento, solicitó permiso de Pío IV para ir a celebrarlo personalmente. Hizo la entrada solemne en Milán el 23 de septiembre de 1565. En su viaje de vuelta a Roma, recibió noticias alarmantes sobre la salud de su tío. Apresuró entonces el paso y a duras penas llegó a tiempo para administrarle los últimos sacramentos y recibir su postrer suspiro (9 de diciembre de 1565).
Celebrado el cónclave del que después de tres semanas salió elegido Pío V, el 7 de enero de 1566, trató en seguida de reintegrarse a su diócesis, a la que efectivamente llegó el 5 de abril de 1566. Milán era una de las diócesis más importantes de Italia y llevaba largo tiempo abandonada por sus pastores. Comenzó en seguida una reorganización de la diócesis, dividiéndola en 12 circunscripciones. Creó el puesto de vicario general, hizo más ágiles los servicios judiciales y cancillerescos, y veló especialmente por la integridad de los funcionarios y la gratuidad de los servicios. Urgió el cumplimiento de lo prescrito en el concilio provincial referente a la redacción de los libros parroquiales (bautismo, confirmación, matrimonio y sepultura), y al liber status animarum (enumeración de las casas de la parroquia, con el número y edad de sus habitantes; inmigrantes y emigrantes, etc.). En 1574 dio normas precisas sobre el modo de llevar estos libros y ordenó el envío anual de un ejemplar al arzobispado. En el cuarto concilio provincial mandó que cada párroco hiciera listas nominales de 35 categorías de cristianos de su parroquia. Por estas y parecidas medidas, Carlos puede ser considerado como un precursor de la estadística religiosa. Sus colaboradores y familiares estaban sometidos a una disciplina casi claustral. Inspirándose en los modelos de san Ignacio, compuso reglas especiales para cada oficio. Los actos piadosos del día confiados a la dirección de un prefecto de espíritu, estaban minuciosamente establecidos. De aquella escuela salieron hombres notables que luego desempeñaron altos cargos eclesiásticos: obispos o nuncios.
Pero su principal preocupación fue la formación de un clero capaz y virtuoso. Por eso dedicó al seminario su atención preferente. También abrió una casa para vocaciones tardías. Para atender mejor a las necesidades pastorales de la diócesis, fundó la Congregación de Oblatos de San Ambrosio, sacerdotes al servicio del ordinario, pero de vida común y dispuestos a ir a donde se les enviase. Cuidó asimismo de la educación de la juventud y fundó el Colegio Helvético para suizos católicos; el Colegio Borromeo en Pavía; el Colegio de Nobles de Milán; la Universidad de Brera, confiada a los jesuitas, etc. En el aspecto social, creó obras de beneficencia y de rehabilitación: asilo de arrepentidas, orfanatos, asilos nocturnos, etc.
Aunque era de carácter autoritario e intransigente, supo organizar la acción apostólica de la diócesis utilizando los cuadros de las órdenes religiosas. Los barnabitas colaboraron muy estrechamente con él, hasta el punto de que le consideraban como su segundo fundador. Con los jesuitas mantuvo excelentes relaciones, fuera de algún caso aislado, por ejemplo, con los generales de la Compañía de Jesús tuvo cierta tirantez por negarse estos a darle todas las personas que él pedía, entre las que figuraba Roberto Belarmino, futuro cardenal. En 1566, el arzobispo de Milán, introdujo las primeras ursulinas en su diócesis, pero con la diferencia de que estas debían estar sujetas al obispo diocesano y para quienes había mandado redactar una Regla de vida dando origen a las Ursulinas de San Carlos.
A los trabajos de la administración central de la diócesis, añadió las visitas pastorales de los extensos territorios de su jurisdicción, que abarcaba también parte de los cantones suizos, y otras misiones pontificias. Intervino activamente en los cónclaves de Pío V y Gregorio XIII para asegurar una elección digna. En fin, fue un celoso pastor y un obispo reformado y reformador según el concilio de Trento.
En relación con los gobernadores de Milán, al principio se llevó bien con el efímero Álvaro de Sauder, pero luego bastante mal con su sucesor Luis de Zúñiga y Requesens y, desde que lo sucedió a su vez en 1573 el marqués Antonio de Zúñiga y Sotomayor, III. er marqués de Ayamonte, tuvo serios encuentros de jurisdicción, motivados por las opuestas tendencias político-eclesiásticas de aquella época. Pero siempre procedió con pureza de intención en el servicio de la Iglesia.