La peste de san Carlos
Hay un acontecimiento célebre en la vida de Carlos que define la abnegación y sentido de responsabilidad de su cargo: la llamada peste de san Carlos. Cuando el 11 de agosto de 1576 hacía su entrada solemne en Milán Juan de Austria, gobernador de los Países Bajos, que marchaba camino de Flandes, estalló la espantosa noticia de que había peste en la ciudad. Aquel mismo día prosiguió el gobernador su viaje y los milaneses comenzaron a aprestarse para luchar contra el terrible enemigo. Borromeo, que se encontraba fuera de la ciudad, al saber la noticia aceleró la vuelta para tomar las medidas oportunas. Los lazaretos rebosaban ya de apestados, a los que faltaban no solo los auxilios materiales, sino también los espirituales. El arzobispo de Milán, para contrarrestar la peste, hizo pedir limosna por la ciudad y de su patrimonio vendió los objetos preciosos que le quedaban. Incluso cedió las colgaduras de su palacio para hacer vestidos. Dormía escasamente dos horas para poder acudir personalmente a todas partes, visitaba todos los barrios alentando el ánimo de los que desfallecían, administraba él mismo los últimos sacramentos a los sacerdotes que sucumbían en aquella obra de caridad. No despreció el peligro de contagio y ordenó un triduo de oraciones públicas y procesiones. En estas solo podían ir adultos en fila de uno y a tres metros de distancia unos de otros. La peste siguió en aumento durante el otoño y todo el año siguiente de 1577. Hasta el 20 de enero de 1578 no se declaró su extinción. Por su extraordinaria conducta durante la peste, aquella dura prueba se denominó la peste de san Carlos.
Hay un acontecimiento célebre en la vida de Carlos que define la abnegación y sentido de responsabilidad de su cargo: la llamada peste de san Carlos. Cuando el 11 de agosto de 1576 hacía su entrada solemne en Milán Juan de Austria, gobernador de los Países Bajos, que marchaba camino de Flandes, estalló la espantosa noticia de que había peste en la ciudad. Aquel mismo día prosiguió el gobernador su viaje y los milaneses comenzaron a aprestarse para luchar contra el terrible enemigo. Borromeo, que se encontraba fuera de la ciudad, al saber la noticia aceleró la vuelta para tomar las medidas oportunas. Los lazaretos rebosaban ya de apestados, a los que faltaban no solo los auxilios materiales, sino también los espirituales. El arzobispo de Milán, para contrarrestar la peste, hizo pedir limosna por la ciudad y de su patrimonio vendió los objetos preciosos que le quedaban. Incluso cedió las colgaduras de su palacio para hacer vestidos. Dormía escasamente dos horas para poder acudir personalmente a todas partes, visitaba todos los barrios alentando el ánimo de los que desfallecían, administraba él mismo los últimos sacramentos a los sacerdotes que sucumbían en aquella obra de caridad. No despreció el peligro de contagio y ordenó un triduo de oraciones públicas y procesiones. En estas solo podían ir adultos en fila de uno y a tres metros de distancia unos de otros. La peste siguió en aumento durante el otoño y todo el año siguiente de 1577. Hasta el 20 de enero de 1578 no se declaró su extinción. Por su extraordinaria conducta durante la peste, aquella dura prueba se denominó la peste de san Carlos.