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ALCONCHEL DE LA ESTRELLA: .../...

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Juan de la Cruz fue llevado primero al monasterio de carmelitas calzados de Ávila, donde fue azotado en dos ocasiones.​ Luego, para evitar que fuesen a rescatarlo, le trasladaron en secreto al convento de carmelitas calzados de Toledo.​ Le introdujeron en la ciudad por la noche y con los ojos vendados, para que no supiera dónde se encontraba, y lo encerraron en una celda.​

En Toledo tuvo que asistir a un tribunal formado por el vicario general, Jerónimo Tostado, el prior Maldonado y varios frailes más. Le leyeron las actas del capítulo general de los carmelitas celebrado en Piacenza​ según las cuales los descalzos debían renunciar a su nombre y a su hábito diferentes, no reclutar nuevos novicios y dejar de ser un grupo aparte. Luego le recordaron la orden que le había dado Tostado para que regresase al convento calzado de Medina del Campo. Le dijeron que, por haberse negado a cumplir esa orden, se había hecho reo de grave desobediencia a un superior, lo cual era la peor falta que podía cometer un fraile. Le dijeron que si cedía, le perdonarían su falta, recibiría un cargo más elevado dentro de los carmelitas, tendría una buena habitación, una biblioteca y un crucifijo de oro. Juan de la Cruz respondió que no había obedecido la orden de Tostado porque tenía otra orden de alguien superior, el visitador apostólico. También dijo que había hecho voto de seguir la regla primitiva y que no era libre de romperlo. También dijo que se había unido a los descalzos para escapar de comodidades y honores. Entonces Jerónimo Tostado sentenció que era culpable de rebeldía y contumacia y le condenó a permanecer en prisión indefinidamente.​

Durante sus primeros meses de prisión, estuvo en una celda ordinaria del convento. Pero cuando se supo que su compañero, Germán de San Matías, había escapado de la casa donde estaba confinado, Juan fue trasladado a otra estancia considerada más segura. Esta era una habitación de seis por diez pies que era usada como retrete a la habitación de huéspedes adjunta. La única iluminación era una aspillera de tres dedos de ancho situada en la parte superior de una pared. De este modo, solo podía leer los oficios al mediodía subiéndose a un banco y levantando el libro. Su cama era una tabla en el suelo y dos mantas. Tuvo que soportar mucho frío durante el invierno y, con la llegada del verano, un calor asfixiante. No le dieron ninguna muda de ropa los nueve meses que estuvo cautivo y terminó lleno de piojos. Comía mendrugos de pan y algunas sardinas. En ocasiones era llevado al refectorio donde comían los frailes, le daban pan y agua y el prior le amonestaba.​ Tras esto, cada fraile le pegaba en la espalda con una vara mientras cantaban el Miserere.​

En su reclusión, Juan enfermó de disentería y cada vez se sentía más débil.​ Estuvo todo el tiempo incomunicado.​ Su carcelero no le hablaba, sino que se limitaba a tirarle la comida al suelo. No le vaciaban el balde durante días y el olor que desprendía le hacía vomitar. Cuando llegó el calor, su túnica se le pegaba a la espalda, con la sangre de los azotes, y se pudría y todo se llenaba de gusanos. A los seis meses de prisión un nuevo carcelero se apiadó de él y le dio una túnica limpia, así como una pluma y tinta para escribir.​

El nuevo carcelero, con el calor, dejaba abierta la puerta de la celda. También se avenía a vaciarle el balde cuando él quisiera. Esto le dio la opción a Juan de salir y explorar parte del convento.​ El nuevo carcelero también le proporcionó aguja, hilo y unas tijeras para remendar su manto.​

Durante varios días, Juan de la Cruz planeó su fuga, aflojando los tornillos de la puerta que sujetaban el candado, midiendo con un hilo y una piedra la distancia de una ventana al suelo y calculando cómo debía cortar sus mantas para fabricar una cuerda.​

El 14 de agosto, víspera de la festividad de la Asunción de la Virgen, el prior Maldonado fue a la celda de Juan de la Cruz. Este no se dio cuenta de su entrada porque estaba absorto en la oración. Entonces el prior le dio una patada y le preguntó por qué no se levantaba para recibirlo. Juan pidió disculpas y se levantó. El prior le dijo "Pues, ¿en qué pensabais ahora?" y el contestó "en que mañana es el día de Nuestra Señora y gustará mucho decir misa". Entonces Maldonado terminó la conversación diciendo "Jamás en mis días" y se marchó.

La noche del 14 al 15 de agosto se fugó y terminó saltando al interior del patio de un convento de monjas franciscanas de la Concepción. Finalmente, logró trepar el muro y salió a la calle del lado opuesto.​ En la calle, una mujer le indicó dónde estaba el convento de los carmelitas descalzas, pero le dijo que este estaba cerrado hasta el amanecer. Luego llegó a la casa de un caballero que estaba abierta y pidió permiso para esperar en el vestíbulo hasta que fuese de día. Estuvo allí hasta las 8 de la mañana.​ Luego salió y fue hasta el convento de las carmelitas descalzas. La priora, Ana de los Ángeles, le dejó pasar con la excusa de que había una monja enferma que necesitaba confesión.

Juan de la Cruz había logrado fugarse con un cuaderno en el que había escrito algunas estrofas del Cántico espiritual, hasta el verso "Oh, ninfas de Judea", el poema que empieza diciendo "Qué bien se yo la fonte que mana y corre" y una versión rimada del salmo Super flumyna Babylonis.​

Juan de la Cruz no podía alojarse con las monjas y la capilla no era un lugar seguro, porque estaba fuera de la clausura. Entonces la priora llamó al canónigo Pedro González de Mendoza, amigo de la reforma. Este disfrazó a Juan con una sotana de sacerdote y lo llevó en carruaje al Hospital de la Cruz, del que era director.​ Posteriormente, Juan estuvo un mes y medio reponiéndose en casa de Pedro González de Mendoza.